En la televisión, el que manejaba los hilos del terror era Narciso Ibáñez Menta, pero sobraban excusas para dejar de ver a un hombre que habÃa vuelto de la muerte o para no querer saber quién era el asesino. Generalmente un examen o la clase de gimnasia por la mañana se usaban en estos casos en que el miedo nos impedÃa respirar con normalidad.
Con don Beas, era otra cosa. Don Miguel, taxista de profesión, y mecánico de alma, manejaba por las noches un Mercedito peronista como transporte público y durante el dÃa lo preparaba en una especie de taller del pueblo en que se habÃa transformado su casa de calle Crespo al 900. Nochero por elección, decÃa que por las noches se cumple una función social mayor, ya que muchos eran los viajes con destino a hospitales o de urgencia extrema, metiéndose en zonas de tierra y barro. Todos estos comentarios los hacÃa mientras lavaba su coche, lustraba por dentro su tapizado de cuero y sacaba brillo a los vidrios y espejo retrovisor del cual colgaban un topo Gigio y una ardillita con flequillo y guitarra, publicidad de ginebra Llave. Siempre profetizaba que los iba a cambiar sólo por un par de escarpines algún dÃa, en que dios le mandara el bebe tan deseado. Trabajaba toda la noche sentado sobre la incoherencia humana, debajo de su asiento, del lado izquierdo, llevaba un machete con una hoja de unos treinta centÃmetros de largo que cada tanto afilaba en una piedra que tenÃa en el fondo, debajo de un cuadro de Evita, y sobre su lado derecho guardaba una Biblia que bajaba todos los dÃas y levantaba con su zurda como un árbitro de fútbol muestra su tarjeta roja, para gritar que allà estaba la verdad. Nosotros éramos pacientes en esperar el momento justo para no molestarlo y pedirle que nos infle las gomas de la bici con el aire de su compresor. Cuando estaba de humor, prendÃa un cigarro, largaba el humo hacia arriba, y parecÃa leer en él los cuentos que nos contaba. Todos de terror, todos en primera persona, todos habÃan ocurrido en su taxi. Manejando los silencios, la mirada y su voz con maestrÃa nos iban encerrando en un halo de miedo, del cual más de uno querÃa salir corriendo, pero el orgullo nos hacÃa soportar estoicos hasta el final. Aquella mujer fatal, vestida de rojo con un clavel en la mano que fue pasajera hasta Lagos y Pellegrini, en donde decidió bajar del auto pero sin abrir la puerta, atravesándola, de la misma manera que hizo con las paredes del cementerio El Salvador, dejándole la flor como testimonio, o aquellos zombies que debÃa pasar a buscar todos los viernes por La Piedad y llevarlos a jugar al billar, son algunos de los que ahora me vienen a la memoria. Nadie se animaba a reÃrse, ni a preguntar si era verdad lo que contaba, el clima era el mismo que lograba Narciso en la tele con los adultos. Para saber que habÃan terminado los relatos siempre lo hacÃa con la misma frase: "Son cosas que pasan , purretes". El cartel de "se vende" que apareció aquella mañana sobre el portón de su casa nos dejó tan frÃos como sus cuentos. Nadie sabÃa nada de él ni de su mujer, era como si se los hubiera tragado la tierra. Más allá de la incomodidad de tener que ir hasta el galpón de Chevallier para buscar un poco de aire, sabÃamos que habÃamos perdido al último cuentacuentos de nuestra infancia.
Es curioso como uno se subordina ante algunos órganos como el corazón o el cerebro y en cambio a otros no sólo se los ningunea, sino que se los hace responsable de todos los males. A mà me pasa eso con el hÃgado, al cual hago responsable de mi cansancio, dolor de cabeza y termostato de mis brindis. Buscando una respuesta que los hombres de blanco no supieron darme, me metà a una herboristerÃa de calle San Juan. Me sorprendieron los años que cargaba el dueño. Pensé que era una cuestión de marketing, coincidiendo con el cartel pegado en la puerta de entrada, que decÃa "vida sana, larga vida". Me asaltó su voz mientras miraba algunas de sus hierbas, haciéndome saber que no sólo era viejo, sino sabio también. "Hay yuyos para lo que busque, menos para el olvido". Cuando comenzó a hablar de las bondades de la menta, el boldo, la mazanilla, la celandina mayor, la raÃz de diente de león, supe que estaba frente a él. Si algo faltaba para reconocerlo me lo dieron la presencia del topo Gigio y la ardilla que colgados en una estanterÃa esperaban todavÃa ser reemplazados. Se emocionó tanto como yo cuando me presenté. Antes de irme me preguntó si no querÃa escuchar otro cuento de su boca, como para hacerle trampa al tiempo. Me situó en su taxi como siempre, en una lluviosa noche de octubre en la que subió en el centro un hombre alto, trajeado y con pinta de cantor de tangos. Después de acomodarse en el asiento, disparó "Crespo 934". Don Beas sorprendido preguntó otra vez la dirección. "Calle Crespo, dos cuadras después de Francia, yo le indico", amablemente repitió el hombre. Me contó que paró delante de su casa, miró como el pasajero abrÃa la puerta de su casa con una llave propia, observó como se prendÃa la luz de su dormitorio e imaginó como se encendÃa el rostro de su mujer. Con un solo movimiento violento de su mano izquierda buscó el mango del machete y allà recibió la segunda sorpresa de la noche, más fuerte que la primera según sus palabras. Sus dedos chocaron con el lomo del libro sagrado. Lo tomó con fuerza, manejó con una mano hasta el boliche de Calicho donde recién lo soltó sobre la mesa que tenÃa alquilada. Tomó ginebra hasta quedar dormido sobre el libro abierto, soñó con caricias maternales hechas con manos de papel Biblia, despertó tranquilo y dice que dios estuvo allà esa noche. Me fui conmovido y confundido de su negocio esa tarde. Tan conmovido como cuando era pibe pero con una pregunta. ¿Por qué no usó como candado del relato su frase "cosas que pasan"? ¿Se habrá olvidado o lo habrá considerado una redundancia?
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