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Martes, 12 de junio de 2012
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El oficio solitario de la imaginación

Por Marcia Bredice
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Hay un riesgo en leer tempranamente: olvidar que todo aquello que se lee es ficción y asumir lo leído como real. Tal fue lo que, a fuerza de mimetizarme con los significados de las formas, me sucedió a los diez años. Leía Quiroga y demoraba horas de sueño porque tenía miedo a mi almohada. Leía Allan Poe y sentía que dentro del placard latía un corazón delator. Leía Roberto Arlt y subía escaleras repitiendo los viles adjetivos de Erdosain o de Erguetta o del Jorobado (que en la vida tenemos a veces la necesidad de ser canallas, de ensuciarnos bien adentro, destrozar a alguien para siempre). Leía Cortázar y creía entender que la filosofía zen y la simbología de las cosas eran parte constitutiva de cualquier sistema de pensamiento y que en algún lugar me encontraría con Horacio Oliveira hablándome de París.

Entender el mundo como una serie de correspondencias lo imbuía de misterio y lo convertía en una verdadera ficción, aun más verosímil que la propia realidad. Así fui entendiendo que encontrarme a la vuelta de una esquina con los personajes que elucubraban en mi cabeza (como encontrarme con alguien que no veía desde hacía mucho tiempo) no era una mera casualidad, sino la configuración premeditada de una serie de elementos que, ordenados, abreviaban el lacónico movimiento prospectivo de la filmografía de mi vida. La imaginación comenzó a ser mi mayor ocupación.

Encantada de poder entender estas cosas, supe que a la vida sólo se la podía vivir de una forma: descalza y leyendo. Convirtiéndola en ficción y anulando las acciones secundarias de personajes secundarios que no podían más que demorar los buenos desenlaces. Recreando sus puntos débiles, haciendo primeros planos de lo importante, rellenando con detalles los ambientes, rompiendo la naturalidad de lo cronológico con el flashbacks de la memoria.

Si para sacudirme las páginas leídas de Camus durante seis días iba a las páginas de Pauls, encontraba que unas hacían eco de las otras, que en La vida descalzo estaba un poco El verano y que las viceversas no eran ideas forzadas de coincidencias, sino profundas búsquedas en las que dos autores se miraban en espejo para que yo, con mi desequilibrada brújula del sentido, pudiera sondear en los infinitos mapas de la intertextualidad. Y en ese infinito recorrido me perdía, siempre, gustosa de encontrar escaparates en los puntos finales.

Ni la lectura ni la escritura estuvieron lejos de mi pulso vital. Tan importante como leer y escribir fue respirar y amar y amanecer con los libros desordenados sobre la cama.

Se multiplicaron las páginas y los lomos y las cubiertas y las portadas. Los libros fueron llenando los estantes, los anaqueles, las horas, los recreos. Se apilaron libros en el baño, en la mesa de luz y en los rincones inútiles de los muebles. Y el mundo se llenó de jorobados y farmacéuticos neuróticos que leían la Biblia y hablan de prostitución; de conejos señalando agujeros por donde escapar a otra dimensión. Y empezó el ejercicio de las formas y las líneas, de los anversos y reversos de la trama. La ocupación trocó en oficio y el oficio dio páginas y críticas.

La realidad no existe si no hay imaginación para verla anota Paul Auster y reescribo yo en esta contratapa. Y esa imaginación creativa sólo puede comenzar en la penumbra de la soledad. Sólo en la torre de la solitariedad, la memoria baja hasta las napas para rescatar el oficio primero de la invención. Baja y le acaricia la frente y le da de comer, como a un pajarito desplumado después de una tormenta.

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