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Lunes, 18 de junio de 2012
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Diario de viaje

Por Beatriz Actis
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El cine y la ciudad

Desde la Bastilla hasta el Bois de Vincennes se puede caminar al costado de la ciudad, pero a la vez arriba de la ciudad, sobre un puente que es en verdad un jardín (lo construyeron paisajistas y arquitectos franceses sobre el trazado de una línea de ferrocarril en desuso). Subimos por unas escaleras desde la avenida Daumesnil, cerca de la Opera moderna, la de la Bastilla, en los primeros tramos del viaducto, dispuestos a recorrer pasarelas rebosantes de glorietas y de verde. Pero lo que hicimos, una vez allí, fue ver a los lados: las ventanas, los frentes de las casas de alto, las azoteas, los balcones a la altura de nuestros ojos, como relajados espías desde la Promenade plantée. Y también el cine, porque vimos el cine: como en una pantalla fragmentada y esparcida por todos los distritos de París, los gatos que Chris Marker pintó en los muros de la ciudad para filmar el documental Chats perchés siguen sonriendo, encaramados, a los transeúntes que levantan la vista.

Vimos cara a cara desde el jardín elevado algunos de los gatos amarillos-naranjas, llenos de dientes, que posan en las paredes externas de los edificios del este de París y que, tras la filmación y año a año, van destiñéndose por los soles, los vientos y las lluvias inevitables (Chris Marker -que trabajó con Resnais y filmó sobre Kurosawa y Tarkovski- concede pocas entrevistas y cuando alguien le pide una foto suya para una nota envía la de su gato).

Si creímos que desde la Promenade plantée solo se puede caminar al costado y por arriba de París y ver la ciudad desde un alto jardín lineal, nuestra presunción fue insuficiente: también el paseo es una platea para mirar a los ojos los murales pintados por Marker con caras sonrientes de gatos. De gatos parisinos a la intemperie.

El cine y la ciudad (dos)

Llegué a Roma casi veinte años después de que Federico Fellini muriera y sin embargo era imposible caminar, observar la ciudad sin recordarlo, ya que De Sica o Rossellini o incluso Antonioni no habían sido para mi cinéfila juventud tan potentes como él. Fotografié esquinitas con bebederos como cabezas de leones, paraguas volcados en el piso y afiches que anunciaban festivales de cine, todo formando un conjunto desordenado pero a la vez armónico; fontanas y calles emblemáticas; caras raras o familiares de la gente; rincones, gestos. Nada podía ser mirado sin el tamiz de aquella otra mirada osada y piadosa (inolvidable) que conocimos o amamos en sus películas. Allí comprendí realmente -no sé por qué había tenido antes alguna duda- que Fellini sería para siempre, y que al decir, como en las crónicas: "Roma, ciudad eterna" bien podría reemplazarse el nombre de la ciudad por su propio nombre.

El cine y la ciudad (tres)

¿Lo sigo? ¿Le hablo? ¿O lo sigo pero no le hablo? Es irlandés, ¿mi inglés a la latinoamericana no resultará insignificante? Le miro la ropa: un saco de pana, y le admiro la actitud: las manos en el bolsillo, la barbilla en alto, pero no tanto como para resultar soberbio. Es famoso pero no es tan famoso, pienso, es prestigioso pero no es tan prestigioso, pienso, aunque no estoy segura de esto último (actúa, dirige, escribe), y sin embargo estoy tan ingenuamente emocionada. El sabe que es Gabriel Byrne y camina por las veredas como lo haría un príncipe, entre displicente y altivo.

Es que sale de un hotel en Covent Garden porque está filmando en Londres una película -a ese dato todavía no lo sé en el momento en que tropiezo con él, lo averiguaré después- y se pierde en las callecitas sinuosas del barrio de los teatros. Mientras lo veo alejarse y sé que no le voy a chistar: "Hey, Byrne", ni voy a poder dirigirle siquiera una palabra balbuceante, vuelvo a pensar que es cierto que se mueve como un príncipe, tal vez un príncipe aún bello y rico pero sin poder, en el exilio. Londres, después de todo, nunca será Dublín.

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