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Viernes, 29 de junio de 2012
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Patos

Por Bea Suárez
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"...Así que me instalé en la saliente reducida y me puse a contemplar el río, la superficie lisa, sin una sola arruga, y, como decía hace un momento, incolora y vacía; no se veía, en toda esa planicie, un solo barco, una sola vela, una canoa, una isla, nada, ninguna otra cosa aparte de agua y cielo, a guisa, como diría el padre Cattáneo, de un vastísimo mar..."

Juan José Saer. El río sin orillas.

A la franja ribereña desembocan los patos. Van de arribada por momentos ya que comen del agua. Ingieren fundamento para nutrir su especie. Eso es lo que el ceibal mira.

Parece que con su pico de cigüeña resignada, hubiéranse encadenado a la naturaleza. Techados por la hondura celeste y preguntándose por Zarzaparrillas o Cañas tacuara, sobrevuelan extensos bañados y esteros. Esto hace a ellos más, y al Paraná menos.

Viven en el distrito del Algarrobo, el Laurel. Son, además, un vegetal que pernoctara la catarata. Buscan al Palmar con sentimientos; unidos poderosamente a la vida, con el malentendido de algunos cazadores.

¡Oh Dios! Los patos. La copa desprolija del Tala brinda asilo, su sombra generosa (cuando el sol azota), la del Güimbé o el Palo mataco, orienta esos picos anchos. Que no hablan. Que solo por azar son parientes de algún Yaguarundí de la espesura. Y no nuestros.

Distan lo suficiente de las Garzas, miran a los Cuervos de cañada, Chajás y Cisnes, parece que fuera a armarse nomás una chamarrita de plumas, porque Entre Ríos lo desea, o Rosario lo palpita.

Pasan en amistad paranaense, toman su lugar los Murciélagos de labio partido, entre todos patrullan la ciudad confusa, entre todos reducen la humanidad a poco.

(Sin patos, países descremados).

Patos, patos que nada tienen de mundo dividido, átomos o células que un Dios previó en leyendas para paliar angustias de petróleo, o el refunfuñar de lo que pasa.

Ramas de la gran ciudad que no los sostiene, que ha provocado su volar constante al universo del Coatí, el Lobito de río de pelaje lustroso. Ellos sí acompañan su rumbo. Su exilio.

Desde lo alto miran Pecarís en asamblea o el ondular de la Falsa Yarará, o a la Curiyú misionera en el desprevenido árbol, en el desprevenido hombre.

Comienza el pato porque comienza el mundo.

Van tortugas con él, Teyú Guazús y saurios de vidas subterráneas, de vidas anteriores. Su aspecto inocente parece pertenecer a las infancias, a la gratitud, a la niñez que nada y no confronta.

Comunes al nacer del río en las mesetas del Brasil y también a Coronda, y a los arroyos secos.

Batracios, los de la piel desnuda, envidian esas alas, las plumas periféricas, los dibujos parduscos del río, que queda salpicado por el pasar de las bandadas. Lunares temporarios.

El Biguá, El Sirirí, la Perdíz montaraz, un patrimonio definitivo y efímero a la vez. Somos ricos de ellos sin saberlo, creemos que los euros nos darán de comer.

La posibilidad de tener siempre al pato Gargantilla, al Barcino, al Buitre. ¡Qué más da!

La posesión de todo, el acceso a todo, parecen ser los objetivos de este planeta rápido, vivido de nueve a cinco.

Mientras el restituir viene o vendrá por otro lado, más del lado del Dorado. Tal vez el Loro hablador tenga la coherencia definitiva. La que más hace falta.

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