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Domingo, 8 de julio de 2012
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Fotografiando la zona

Cruzando los puentes

Por Adrián Abonizio
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* La anécdota es elocuente: Durante la secundaria fue el encargado de adquirir las medallas de plata para la graduación. Recaudó y luego las encargó. El padre de un compañero de claustros de profesión joyero descubrió que aquellos objetos lejos de ser valiosos eran de latón. La maniobra se descubrió pero el permaneció inmutable, descreyendo y poniendo en duda la certeza del embuste. Cuando creció y dirigiera los destinos políticos de millones de personas se comportó de igual modo, cambiando como un alquimista pérfido el valor de los minerales, las piedras preciosas, los ríos y hasta los puentes. * No le importa que le digan señor las jovencitas ni que le den el asiento en los colectivos ni que se sienta invisible. Lo único que le preocupa es el olor: La ropa, su cuerpo, su casa es la que huele a viejo. Pero sabe ﷓por la esperanza que siente﷓ que la vejez es un desaliño leve en la recta final, un accidente y que como todo, tarde o temprano, habrá de pasar.

* Hacía quince años que no se veían y juraron encontrarse. Ella vivía en La Plata y él en Salta. Algo, un hechizo, un duende ermitaño y de malhumor los enfermó de malos entendidos y le erraron las coordenadas. Ella asistió a la provincia del norte y él a la ciudad de las diagonales. Se habrán rozado fugazmente sus almas, si es que se cruzaron en la ruta, equivocados e idiotas como todo amante que se precie.

* Ella es flaca, elegante, con aire de pájaro en ramaje exótico y atiende con distancia un local de ropa telúrica cara. La otra es obesa, viste de negro para disimular y trabaja de cajera en super chino. La primera tiene pensamientos pesados, poco agraciados y a menudo se aburre y no entiende nada o colabora en el malentendido humano. La segunda es una flor creciente, una luna perfecta, un ideal de espíritu libre, clandestino y generoso. Los dones así repartidos sólo sirven para las revistas. El mundo real empieza al abrir bien los ojos y estar atento a la belleza.

* El estaba harto de su esposa, ambos lo sabían pero ella se resistía a toda mejora institucional. Mientras, para agobiarlo aún más, repasaba y limpiaba todo con una paciencia y un fervor exasperantes. Aquella cárcel lo angustiaba y postrado como estaba le resultaba la antesala de la tumba. Tumba que por cierto, se imaginaba pulcra, con flores de plástico y lustrosa. Entonces fue que decidió traer un perro, grande, ladrador, brumoso y maloliente. Era su confesor y defensa. Cuando ella lo invadía, él lo soltaba en las cercanías de su coto para alejarla, víctima de una alergia inexplicable a los pichichos. Cuando murió por asfixia, felicitó al perro con el doble de ración.

* El auto no da más, es un estropicio de fierros y chapa disecada. Encima lleva atrás agarrada con tientos una enorme parrilla carbonera. El detalle de la mudanza pobre es especial: Por delante el motor bufa y larga vapor quemado. Visto en perspectiva se asemeja al humo de una parrillita, ambulante, quizás el último chorizo del último viaje hacia el adiós definitivo. Falta vino de aceite de mecánico con que brindar. Kerosene y fósforos luego, por piedad.

* Los autos no tienen alma, él se encrespa con ellos, con su paso, con su ruido, con su aroma. Lo que más le enoja es el anonimato del polarizado; por eso los increpa, siente deseos de tomarlos por los laterales de abajo, y darlos vuelta como a insectos gigantes hasta que humeen de mortandad y sangre de aceite derramada. Si les pudiera ver las caras a esos cobardes que trafican con la salud con sus frenadas, estrépitos y humos cancerígenos sería todo muy distinto. Piensa esto en el cuarto piso del hospital, donde se repone de haber sido arrollado por uno de estos bichos inmundos, mientras el iba en su inocua bicicleta y el cuadrado de lata se diera a la fuga, enmascarado en vidrios tan oscuros como la muerte.

* Una mujer pasa, cruzando la senda peatonal cuando el semáforo está en verde. Como es una preciosura, los coches se detienen, la esperan y nada dicen. Lo mismo ocurre con otra, más morruda y no precisamente una belleza. Recibe una andanada de insultos y bocinazos. Corre, desalatergada y confusa hasta el refugio del cantero donde se habrá de reponer. La bella entretanto, menea su culito lejos ya, ignorando el caos que ha generado. Es que la Donosura es así, pasa y se va sin saber el mal que ha provocado, moviendo sus ancas sin burla, lejana e intocable. Deberíamos aprender, pero elegimos la injusticia y la perfección que no obtendremos.

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