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Lunes, 9 de julio de 2012
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Invisibles

Por Víctor Maini
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Era lo que más le preocupaba. El creía haber pasado la prueba, creía haber cumplido la condena impuesta y la que él mismo le había cargado a su alma, es más, entendía haber logrado algo de paz y perdón. Pero afuera, ¿cómo sería afuera? La condena social suele ser más larga, tirando a la perpetuidad. Diez años a la sombra no se podían comparar con nada. Sabía que el mejor invento del hombre para pasar el tiempo era el trabajo, pero ¿quién le daría un empleo? ¿Cómo conseguirlo sin mentir, sin actuar? El mismo pensamiento lo siguió hasta la fría pensión de calle Rioja. Eligió las noches para salir a la calle sabiendo que allí estaría su solución. Consiguió el trabajo justo, para estar y no estar, para pasar inadvertido. Le dieron el turno noche en el baño de la Terminal. Si el hombre es lo que hace y no lo que dice, allí sí que se hacía mucho y se hablaba poco. José María podía mirar a todos a la cara pero parecía que no existía para nadie. Actuaban como si no estuviera, los gestos, los ruidos, las exclamaciones de los concurrentes eran de las más íntimas y las hacían delante de él como si fuera un espejo. Los días de semana eran tranquilos, el baño a limpiar, si bien era grande tenía en su mayor parte mingitorios y sólo cuatro cuartos con inodoros, y como bien rezaba un escrito en la pared "es mejor pájaro en mano... que mear sentado". Los fines de semana se llenaba el lugar de miradas agresivas que le hacían recordar a las de la cárcel. Entendió que quizás el problema de la sociedad era la soledad más que la inseguridad. Una madrugada desolada vio entrar con un bolso de mano a quien fuera su ídolo de chico, el "mono" Oberti. Le brotaron todas las preguntas juntas: ¿Cuál fue su mejor gol? ¿y su mejor equipo? ¿Cuando dejó el fútbol? "Abrime un baño negro, que me estoy cagando", fue la primera respuesta que recibió. No lo podía creer, en las sociedades cerradas por más que uno mire partidos por televisión, los ídolos son los que vio personalmente, y su amor por este jugador era tan grande que se había hecho a modo de documento interno para el penal un carné con la foto del nueve, que se lo regaló antes de que se fuera. El ex jugador se emocionó y se lo agradeció con un abrazo de gol, como los que se daba con Zanabria al lado del alambrado y que José miraba azorado desde el otro lado del tejido. Ese fue el primer abrazo que recibió en libertad, después de tantos años, el más inesperado gesto de agradecimiento y que lo dejó temblando durante todo el día.

María Esther nunca supo por qué aquel graffiti le había dado tanta risa. Lo había visto hacía muchos años en una pared de la esquina de Tucumán y Pueyrredón y lo llevó grabado para siempre, como si alguien se lo hubiera escrito en alguna pared de su cerebro. No era para reírse, pero tuvo que taparse la boca para no hacerlo a carcajadas. "La mitad de la vida te la joden los padres y la otra mitad los hijos", rezaba el letrero...

Ella se había casado como dios mandaba, como su padre se lo había indicado, tenía un buen marido y dos hermosos hijos pequeños, una familia modelo y, como su madre siempre decía, "la nena se había casado bien". Por eso no entendía por qué le daba gracia semejante cartel. El viaje a la casa de su amiga siempre fue el mismo, los hijos habían crecido y la pintada, aunque ya no existía para el resto de los pasajeros, para ella estaba más vigente que nunca. Sus hijos se habían convertido en adolescentes eternos, sin ningún tipo de responsabilidad ni siquiera para no insultarla ni para tratarla bien. La psicóloga decía que la culpa era de ella por no haber puesto límites, culpable por sobreprotección que aparentemente incluía al estúpido de su esposo quien se había vuelto alcohólico y golpeador. No esperó cumplir su condena y se escapó de la cárcel que había ayudado a construir, cavando un túnel por debajo del miedo y la costumbre. Esa vez al viaje lo hizo en dos tramos, bajando primero en la esquina aquella y pintando con lápiz labial "cueste lo que cueste", buscando sosiego después en la casa de su hermana del alma.

Durmió y lloró por una semana, tomó fuerzas y se ocultó en el baño de damas de la Mariano Moreno, en ese lugar por lo menos no iba a entrar ningún hombre, especialmente ni sus hijos ni su marido. Vaya a saber las miles de estrellas que se cruzaron cuando se miraron aquella noche mientras volcaban las bolsas con basura en aquel contenedor de calle Santa Fe. No necesitaron muchas palabras, quizás ya las habían gastado en otro tiempo, en otro lugar. Siempre estuvieron más cerca de la contemplación y del silencio.

Silencio como el que hacen todas las noches, cuando dejan de trabajar, en el carrito de venta de choripanes que está junto al río y al que se quedan mirando en la madrugada hasta escuchar el sonido de algún pez saltando en el agua. Sólo rompen la calma con palabras como "tomamos algunos mates, negro" o "mañana cruzamos a la isla y te preparo una boga asada" o "y yo el jueves que viene te invito al cine"... y otras frases de amor por el estilo.

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