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Martes, 10 de julio de 2012
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El paraíso volando

Por Juan José Bereciartua
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Ciruelo de mi puerta/ Si no volviese yo/ La primavera siempre/ Volverá. Tu florece (anónimo japonés, citado por Haroldo Conti en La Balada del Alamo Carolina)

En un terreno grande lindero a mi casa, en donde deambulaban predispuestas las gallinas que criaba mi vieja, además de frutales y de otros árboles menores, había aviones. Sí, además de un insuficiente techo de chapa, bajo el cual transcurrían las noches las efímeras bípedas en compañía de un robusto gallo, además de los restos de un galponcito derruido, en el gallinero de mi vieja había un avión. El paraíso del fondo del enorme terreno, el paraíso que había nacido con la casa, o con el pueblo, o que quizás crecía desde mucho antes, el mismo cuyas ramas volaban hacia el patio de la casa del doctor Giuliani, a veces era un bombardero o a veces un caza o a veces sólo un transporte de tropas.

Fue una fresca mañana de principios del verano cuando descubrimos en el portentoso paraíso una estructura que podía volar.

El viejo árbol desplegaba su follaje sintiendo que cobijaba en su sombra fresca a las gallinas que tan bien lo aceptaban, y también a nosotros, los chicos del barrio que siempre inaugurábamos mundos repletos de aventuras. Allí escondíamos las palabras que los mayores jamás comprenderían. En este recuerdo, en esa sombra, veo a todos los chicos urdiendo los juegos, alentados por los largos días de calor y vacaciones. Por eso fue que a la hora de inventar un aparato que nos llevara por los aires a imaginar nuestra próxima aventura, con el Cachi Gambale y el Hormiga Romero pensamos en el viejo paraíso. En esos días el frondoso árbol se nos aparecía como una gavilla de ramas elevada al cielo sin ningún sentido. Habremos ido al Cine Unión a ver una de guerra, recién llegaba a mi pueblo el technicolor. Gary Cooper y John Wayne lanzaban granadas y proyectiles desde un avión y sembraban la muerte a diestra y siniestra. Y habrá sido al otro día, esa mañana temprano que les cuento, después de una noche en que los tres dormimos con las bombas, que comenzaron los primeros combates. Tal vez el asunto se le haya ocurrido al Hormiga, no recuerdo bien (sí, habrá sido él porque se veía las películas el sábado y el domingo, el padre era socio del cine), pero la verdad fue que empezamos a organizar nuestras batallas de la segunda guerra mundial a partir de la ubicuidad de las ramas del viejo paraíso. Nosotros teníamos el gran avión y los pobres japoneses eran tan malos y tan sucios y con esos ojos tan raros que no les venía mal un baño de munición caliente caída del cielo. Gary o John sabrían compartir con nosotros el mismo destino.

Una rama que nacía horizontal desde uno de los sólidos y rugosos brazos, una rama con forma y grosor de asiento y que seguramente se ubicaba en la punta del fuselaje, fue tomada como el puesto de comando o la cabina desde la cual se decidía el rumbo y las misiones del aparato. Por supuesto que allí me senté yo. Yo me haría responsable del cuidado nocturno de la máquina, de manera que tenía ganado el derecho de manejar. Una horqueta que dominaba el otro extremo se constituyó en el puesto de la ametralladora de popa, y alternativamente el Cachi o el Hormiga o Gary bajaban o subían por entre la estructura interior del fuselaje para escupir fuego, bien desde el ala izquierda, ra﷓ta﷓ta﷓ta, bien desde la derecha, ra﷓ta﷓ta﷓ta, dependiendo de la ubicación de los blancos prefijados en tierra o bien del descubrimiento de una ciudad enemiga que había que destruir. Creo que de Tokio y de Nagasaki no quedó ladrillo en pie. Casi lo mismo le sucedió a Hiroshima por haberse portado mal con nosotros y con nuestra bandera con estrellitas que llevábamos con orgullo pintada en el medio del fuselaje.

Así soportamos trabajosas jornadas de bombardeos, porque aunque a veces nos mandaban a transportar soldados y debíamos aterrizar varias veces en el día en destinos inciertos, siempre, por las dudas, llevábamos nuestros cargamentos de bombas. Podía cruzarse en el camino alguna ciudad enemiga que merecía nuestro rotundo castigo. Pero en todos estos periplos el peligro de que nos derribaran era inminente. Como parte de las misiones, había que tratar de esquivar los cazas japoneses que hasta lograron herirnos varias veces, a nosotros y al avión. Mientras, el viejo paraíso sufría nuestro áspero trajinar por entre sus brazos, por sobre su corteza, sin que nunca le hayamos escuchado un quejido, una corrección, un desacuerdo. En tardes de mucha actividad bélica creo que llegué a pensar en qué cosa le sucedería por debajo de la piel, si él sentiría nuestro sacrificio en bien de nuestra bandera de estrellas o sólo era una madera, trozos de madera sin vida que no se daban cuenta de nada. El bueno de John pensaba lo mismo.

Y así fue que volamos varias, muchas tardes sin ninguna divergencia en la tripulación. Pero después de algunas misiones decisivas que lograron sembrar el pánico en el Japón todo, surgieron algunas discusiones en nuestra dotación. No recuerdo bien ahora pero creo que fue el Cachi el que se aburrió de ametrallar a los japoneses que corrían abajo como animalitos por las calles y dijo que él pretendía conducir también el objeto volador. El Cachi se aburría deambulando entre los puestos de tiro sin una ubicación fija e importante en la máquina. Yo, como dije, que disponía del derecho natural de estar siempre a cargo de los comandos, le dije que se diera cuenta de la importancia que tenían las otras funciones. Apuntar a través de los telescopios, ordenar a la tropa de paracaidistas cuándo lanzarse, representar con ruidos y sonidos los ascensos y descensos y picadas del avión, no eran tareas que podía ejecutar cualquiera, ni a Gary le salían bien. Se suponía que para eso todos nosotros habíamos recibido instrucciones precisas y hecho cursos anteriores y preparaciones intensivas, sin las cuales no habríamos tenido capacidad para las difíciles misiones que se nos encomendaban desde tierra. Le dije entonces que la conducción del aparato era una nimiedad al lado de, por ejemplo, avisar a cuántos pies de altura estábamos volando, o informar la temperatura de los motores o acertar sin desperdicio, una bala para cada japonés que huía de su casa.

Cuando se vio, mejor dicho, cuando una tarde vi que mis palabras para convencer al Cachi no eran suficientes para que se quedara a jugar con nosotros, y que en cualquier momento iba a decir que se tenía que ir a tomar la leche, opté por cederle el difícil puesto de manejo. Pero ya todo fue diferente. Porque con él los vuelos no producían tanta destrucción, la máquina andaba por el espacio sin un rumbo concreto, yo no acertaba en matar a nadie y me parece que el Hormiga también había perdido su excelente puntería. Además John y Gary habían desaparecido. Entonces, a los cinco días de operaciones sobre el cielo japonés, creo que surgió como una cierta orden de nuestro gobierno de cancelar los vuelos.

A la mañana siguiente, temprano, intenté salir en misión especial yo solo. Después de todo, el avión se guardaba en mi casa. Fui al gallinero, trepé hasta los puestos de disparo para ver si todo estaba en condiciones y ajusté varias tuercas y tornillos sueltos, cric, cric. Mientras me desplazaba hasta el puesto de comando, pude ver que varias de las ramas sobre las cuales habíamos desempeñado nuestras funciones estaban más lisas, con algo de desgaste, de brillo, hasta con el color natural de la madera. Y quizás estaría llegando el otoño porque descubrí la falta de dos ramitas que hasta ayer había supuesto como dos palancas de comando. Cuando me senté, una hormiga se desplazaba rubicunda por lo que había sido el tablero lleno de relojes. Arriba, inalcanzable, descubrí una paloma torcaza empollando en su nido. Muy cerca, casi al alcance de la mano, un clavel del aire se balanceaba al compás de la brisa de la mañana. Entonces me bajé. Pensé en el alivio de los sucios japoneses, en varias ciudades que quedaron indemnes. Me apoyé en el tronco del viejo paraíso y vi que la horqueta que nos servía para iniciar el ascenso al fuselaje, ahora estaba demasiado alta para subir, como si alguna escalera hubiera desaparecido. Creo que sentí muchas ganas de repente. Así que me bajé el pantalón y el calzoncillo y oriné contra el tronco del viejo paraíso.

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