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Miércoles, 11 de julio de 2012
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Fragmentarios 84

Por Mario Alberto Perone
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* Hay un hombre caminando por el centro de la calle 9 de Julio. Empuja un carrito de supermercado lleno de bolsas, cartones, botellas y niños. Sí, tres niños de corta edad se acomodan allí como pueden y juegan entre sí. Al lado del carrito trota otra niña un poco mayor y a su lado, otra. Juegan a su vez y saltan y bailan. No se interesan en los automóviles y ómnibus que pasan casi rozándolos. Han terminado su trabajo diario y regresan, al oscurecer, al lugar de donde salieron. No piden limosnas a nadie. No miran a nadie. Saco unas monedas de mi bolsillo y llamo a la niñita que casi no me oye. La otra le toca el hombro señalándome. Me mira, le muestro las monedas y viene. Las toma, se da vuelta y vuelve al grupo. "Dáselas a tu papá", le digo, y me responde: "No es mi papá". Todos siguen su camino. Casi no se han detenido. Pienso que no debí haberla llamado hasta la vereda. Yo debí bajar a la calle y alcanzarles el dinero. Desaparecen en la oscuridad. Parecen felices.

* Hay un hombre montado a una bicicleta que se acerca al contenedor de basura emplazado en la esquina de Colón y 9 de Julio. Lleva un niño de unos cinco años sentado en un precario asiento enganchado al caño, y por detrás, sobre una parrilla sujeta al cuadro, hay una enorme caja repleta de cartones, diarios, revistas, y en el medio de esa pila, un hueco lleno de bolsas, paquetes y botellas. El hombre abre el contenedor, lo traba con un pie, alza al niñito tomándolo con suavidad por debajo de los brazos, y lo mete adentro. El hombre saca un palo que tiene un clavo en la punta, o un gancho, no puedo verlo bien, y hurga el contenido del basurero, indicándole al niño qué cosas debe alcanzarle. Terminada la tarea, el hombre saca al niñito con la misma suavidad con la que lo metió, lo monta en su asiento y siguen su camino, por Colón hacia el sur. Ninguno de los dos dice una palabra. Los pequeños gestos les bastan. Al arrancar, el niño levanta la cabeza y mira al hombre, y le sonríe. La cara del hombre no expresa nada. Sólo seriedad. Nada de furia. Nada de resignación. Sólo una digna seriedad. Agacho la cabeza, avergonzado. He espiado una ceremonia sagrada, y no tengo derecho alguno, ni siquiera a la vergüenza. Ni a la culpa.

* Hay un hombre joven, alto, delgado, inválido (le falta una pierna desde la rodilla) que se ayuda con una muleta y se mueve todas las mañanas en la esquina de Córdoba y San Martín. Derrocha buen humor y saluda a muchas de las personas que circulan por allí. A algunas las llama por sus nombres y conversa con ellas mientras recibe lo que quieran darle. Camina rápidamente a pesar de su muleta. Va y vuelve entre la esquina y la entrada de la galería Paseo Peatonal, como si ese fuera su territorio de caza. No lleva ningún bolso ni caja, de modo que es posible que sólo admita dinero. Tiene una actitud histriónica que maneja muy bien, y parece rendirle buenos resultados. Sus benefactoras preferidas están entre la gran cantidad de mujeres mayores y solas que llegan al centro de la ciudad, quizás para hacer compras. El sabe que la mayoría de ellas no desperdiciará una charla con alguien, sobre todo cuando ese alguien las saluda efusivamente, las trata con la mayor cortesía y les pregunta generalidades sobre sus familias y parece interesado en sus destinos y los avatares de sus vidas. Saben ellas que él espera algún dinero y se lo dan gustosas, quizás pensando que esa será la única conversación que tendrán en el día, la única vez que alguien se interesará por ellas. Creo que es un actor consumado, pero a fuerza de repetir sus líneas no para de sobreactuar. Puede ser que esta apreciación mía, acostumbrado a desconfiar de todo, a poner en tela de juicio lo que sucede, también esté sobreactuada. Sin embargo, siento por él un cierto respeto y hasta algo de admiración. No habrá sido fácil quedarse sin una pierna desde muy joven. No tengo idea de cómo se sentirá cada inválido y cuánto esfuerzo le demandará sólo el hecho de aceptarlo. El depende de la limosna, sí, pero ha elevado el rango de esa situación penosa al de una pequeña representación, que maneja con desenvoltura. Yo estuve entre sus conquistas cuando lo descubrí y algunas monedas pasaron de mi bolsillo al suyo durante un tiempo. Luego, su actitud exagerada, un tanto impostada, comenzó a molestarme, de modo que dejé de ayudar su economía y su teatralización. El siguió saludándome ostensiblemente, pero desde entonces decidí ignorarlo. Mucho tiempo después, pensando en esto, analizando lo que conté más arriba, comprendí que me estaba comportando como un amante despechado, dejando de lado que lo suyo es una especie de heroísmo contra la adversidad, un verdadero trabajo inteligente, un modo de ganarse la vida nada sencillo, agotador, alienante si los hay, pero totalmente honrado. A veces, tengo ganas de enfrentarlo, pedirle disculpas, darle algunos pesos, conversar un par de minutos con él, pero no lo hago por dos razones: la primera, porque tengo temor a que me rechace, y la segunda, porque soy un verdadero cobarde.

* Sólo mi ausencia soy. Sólo mi encierro./ De allí sale mi voz, casi un suspiro./ Oigo ruidos lejanos. Ya no miro./ Incapaces de ver, mis ojos cierro.

Desde mi adentro, ordenan mi destierro./ Obediente, al silencio me retiro./ Enrarecido, al aire que aun respiro,/ asfixiado y errático, me aferro.

Hora tras hora observo mi ventana/ que el tiempo entorna junto con mi puerta./ Nunca estuvo mi tarde más desierta/ ni estuvo tan incierta mi mañana.

Es mi cuerpo el que, al fin, se desmorona,/ y el atroz Universo me abandona.

* ¿De quién es esta edad? ¿Y cuánto dura?/ Todo queda hacia atrás. Todo es olvido./ Todo ha durado menos que un latido,/ que una palabra, que una abreviatura.

El tiempo que me inclina, dictadura/ cuyo designio me es desconocido,/

sigue adelante su labor. Cumplido,/ se perderá mi ser en su espesura.

¿Pedir, con Unamuno, un cuerpo nuevo/ ante la decadencia del que llevo?/ Ni él creyó semejante fantasía.

Vivir y madurar. Trampa maestra,/ porque la juventud fue toda nuestra/

y en cambio, la vejez tan sólo es mía.

* ¿No te parece que los tres textos en prosa pertenecen a un autor y los dos sonetos a otro? Estoy casi seguro de que sí, es más, me atrevería a decirte que este texto fatuo y confianzudo que estás leyendo ahora, tiene un tercer autor, totalmente diferente de los otros dos. Sin embargo, esto es verdadero y falso a la vez. El cuarto autor, que vengo a ser yo mismo porque sería imposible que hubiera un quinto, ha sido, sucesivamente, todos ellos, en el orden en que se han dado los componentes de esta página. Y ahora, quizás adelantándome a tus estimaciones, si es que te dignas hacerlas, te diría que las lamentables estrofas en las que un cómodo espectador de la vida, perdido en dudosas divagaciones metafísicas, siente que ha llegado a la última parte de la suya, tal como los sonetos llegan inexorables al remate en el último verso, ningún valor tienen comparativamente con los tres párrafos primeros, y nada significan frente al hecho terrible y casi ignorado por su cotidianidad, de que hombres y niños y mujeres, es decir personas como vos y yo, recorran cada anochecer los basureros en los que los correctos y bien alimentados vecinos depositamos todo lo que no nos sirve. Eso, que para nosotros es basura, para ellos es su sustento, y esa gira nocturna por calles pavimentadas y limpias, es el momento más importante de sus pequeñas vidas, cuando la suerte decide si van a comer o no. Figuras fantasmales, transparentes, a veces nos miran, y sus miradas nos dicen que no tenemos la más puta idea de lo que significa vivir en serio.

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