A Silvio
El viejo Oliverio y su perro se tendieron al costado de la cerca del hipódromo, como era su costumbre. La noche de noviembre era cálida y la luna incipiente amenazaba con ser enorme y roja. En el interior, un enorme escenario y una multitud alteraban el panorama habitual, en tanto que el murmullo creciente era arrastrado por el viento atravesando las pistas y mezclándose con el sonido de los altavoces y las pruebas de sonido. Oliverio habÃa ganado el pan de su dÃa, cuidando los automóviles que se estacionaban en las diagonales y en el bulevar... Nada muy distinto a otras noches, pensó Oliverio... Además ya tenÃa el acostumbrado aliciente para entrar en el sueño, aturdiéndose en los prolegómenos indeseados que cada tanto, como no podÃa ser de otra manera al tratarse de un hombre, lo asediaban. Por lo demás, ya se habÃa resignado al rumor de las multitudes que pasaban a su costado y como convenÃa a las personas respetables, lo ignoraban. Lo único que llamaba su atención era que hacÃa mucho tiempo que no veÃa ese mar de gente concurriendo al recital de un cubano; en realidad no lo veÃa desde el tiempo en que él también pasaba por una persona respetable y participaba de muchos espectáculos, antes, mucho antes de que ocurriera la muerte del pequeño y su mujer lo abandonara...
Por precaución, sacó del bolso la botella y le dio un sorbo para asegurar un anticipo del olvido, mientras Argos se estiraba a su lado, cuidando el desamparo con sus ojos y sus orejas alertas. De todos modos, Oliverio no se durmió. La música de los altavoces comenzó a llegar, al principio tamizada y lejana, después tan clara como la noche llena de luna, a cuyo costado, a unos metros desde la perspectiva de Oliverio, la constelación de Orión resaltaba el brillo de Belatrix y Betelgeuse. En un tiempo, un tiempo ahora insondable y decididamente lejano habÃa aprendido a leer en las estrellas y trazar el imaginario dibujo con que se suelen establecer relaciones, a través de los sÃmbolos que su padre, cuando niño, le habÃa enseñado. De nada me ha servido todo eso, se dijo, casi en un murmullo desengañado: la vida se ha empeñado en ser una empresa de demolición y el universo una acumulación de residuos...
Una incipiente somnolencia lo avanzaba y no pudo menos que esbozar un cierto desgano. HabÃa recordado dos imágenes que le agradaban en sus tiempos de profesor; dos imágenes que le parecieron intensamente poéticas y para colmo, con el transcurrir de los años y las vicisitudes de su vida, reveladoras de una verdad esencial, de esas que sólo puede expresar la poesÃa al surgir de un cierto lugar inestable, oscilante en un tiempo Ãntimo, que muy poco se ajusta a la misteriosa rotación de los planetas. Sin embargo, pese al agrado, resistió a su recuerdo... no fuera a ser que sublevase las imágenes reprimidas, perdidas en los meandros de su memoria que intentaba sepultar en el abismo de su herido corazón. Cualquier cosa con tal de enterrar la vivencia, silenciar emociones, borrar la tristeza inscripta en la absurda desposesión de sus dÃas. DÃas que no admitÃan la turbación de la belleza, dÃas vividos como un descenso ofrecido en una especie de ofertorio, cuya dolencia era la eterna repetición de muerte asumida como un anticipo sin posibilidad de sublimación.
De repente, el desgarro sonoro de unas guitarras lo sorprendió antes de que se afirmara en sus cavilaciones y no pudo dejar de escuchar, sometido al progreso de una emoción cada vez más atenta. La revelación recuperada de que la música podÃa ser tan bella que llegaba a levitar el alma, alteró sus sentidos... y en un intento por escapar al sortilegio que lo abrumaba, con la promesa o la esperanza, tal vez inútil, de que podÃa volver, decidió alejarse del lugar, refugiarse en otra parte, sumirse en el letargo de su noche, atravesada como siempre por un silencio eterno, apenas entrecortado por el ladrido ocasional de Argos.
Dio unos pasos, sin saber hacia dónde..., dio unos pasos, como siempre, con el saber extraño de que siempre bastan los primeros, para seguir hasta el confÃn de cualquier parte, donde todo el abandono le pertenecÃa... Dio unos pasos...como siempre, incluso esbozó una sonrisa porque ya las guitarras cesaban y ahora nada le sujetaba las espaldas, pero en esos instantes, lo retuvo una voz liberada que surgió rasgando su tiniebla y curiosamente, extrañamente, como suele saberse de repente, se supo perdido.
Durante años habÃa escandido la belleza de los versos que le sugerÃan la posibilidad de una redención sostenida en la magia de la voz, en la estética de su lengua latinoamericana. "De todo esto yo soy el único que parte", repitió el eco de un recuerdo liviano y alado, que enseguida lo sumió en el desconcierto, descubriéndolo partido, porque si primero fue el sonido de las guitarras, ahora se sumaba el lamento de una flauta, deslizando suavemente con la brisa su envoltura sobre el tÃmpano. Quiso dar unos pasos más, mas la emergencia sonora de un recuerdo cercado sobre sÃ, como un arpegio en la hondura de la noche, lo detuvo. Titubeante, oscuro sobre la oscura sombra de la calle, Oliverio ya no pudo sustraerse. Ya los primeros sonidos y la voz del trovador, ahora reencontrada y después de tanto tiempo reconocida, le cantaban a la luna y a las constelaciones y a los giros planetarios, cálida como el susurro primaveral de las acacias o el lento vuelo de una gaviota. Entonces algo ocurrió. Oliverio volvió sobre sus pasos y el hilamen anónimo de quien canta y quien escucha, reverberó sin rostro, diseminado en la voz pura y sencilla que avanzó como una ola hacia el fuero mortal de su desdicha para subvertir el oprobio. Un verso se elevó y luego otro y otro más, y Oliverio sintió que lo abrazaban... sintió que la pulsación de la guitarra y la voz y los versos le imponÃan escuchar más allá del oÃdo, como si fuese de repente y por un extraño sortilegio el primero en escuchar los sonidos primigenios del mundo, en la voz de ese hombre, que tal vez no era todo lo que cantaba ni siquiera todo lo que los demás decÃan, pero resultaba claro que él sostenÃa su música, como si esta fuese parte de él y en todo caso y decididamente su eterna compañera.
"Fui punto en multitud por donde fui, nadie me detectó y asà aprendÃ...". SÃ... ahora Oliverio sintió esa voz como un abrigo, como una caricia de la amistad, como un abrazo tendido en un diálogo imposible que le susurraba la nimiedad de cualquier vida... y por primera vez, en la larga noche aciaga de su destino, Oliverio sonrió... Se dio cuenta que le costarÃa mucho dormir, se quedó escuchando y cuando todo terminó, alentó a Argos a que lo acompañase porque sentÃa la necesidad insólita en el comienzo de la madrugada de largarse a caminar por cualquier parte, perderse entre tanta gente, como uno más, como si fuese capaz de volver a soñar una nueva esperanza.
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