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Martes, 17 de julio de 2012
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Oliverio y la poesía

Por Víctor Zenobi
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A Silvio

El viejo Oliverio y su perro se tendieron al costado de la cerca del hipódromo, como era su costumbre. La noche de noviembre era cálida y la luna incipiente amenazaba con ser enorme y roja. En el interior, un enorme escenario y una multitud alteraban el panorama habitual, en tanto que el murmullo creciente era arrastrado por el viento atravesando las pistas y mezclándose con el sonido de los altavoces y las pruebas de sonido. Oliverio había ganado el pan de su día, cuidando los automóviles que se estacionaban en las diagonales y en el bulevar... Nada muy distinto a otras noches, pensó Oliverio... Además ya tenía el acostumbrado aliciente para entrar en el sueño, aturdiéndose en los prolegómenos indeseados que cada tanto, como no podía ser de otra manera al tratarse de un hombre, lo asediaban. Por lo demás, ya se había resignado al rumor de las multitudes que pasaban a su costado y como convenía a las personas respetables, lo ignoraban. Lo único que llamaba su atención era que hacía mucho tiempo que no veía ese mar de gente concurriendo al recital de un cubano; en realidad no lo veía desde el tiempo en que él también pasaba por una persona respetable y participaba de muchos espectáculos, antes, mucho antes de que ocurriera la muerte del pequeño y su mujer lo abandonara...

Por precaución, sacó del bolso la botella y le dio un sorbo para asegurar un anticipo del olvido, mientras Argos se estiraba a su lado, cuidando el desamparo con sus ojos y sus orejas alertas. De todos modos, Oliverio no se durmió. La música de los altavoces comenzó a llegar, al principio tamizada y lejana, después tan clara como la noche llena de luna, a cuyo costado, a unos metros desde la perspectiva de Oliverio, la constelación de Orión resaltaba el brillo de Belatrix y Betelgeuse. En un tiempo, un tiempo ahora insondable y decididamente lejano había aprendido a leer en las estrellas y trazar el imaginario dibujo con que se suelen establecer relaciones, a través de los símbolos que su padre, cuando niño, le había enseñado. De nada me ha servido todo eso, se dijo, casi en un murmullo desengañado: la vida se ha empeñado en ser una empresa de demolición y el universo una acumulación de residuos...

Una incipiente somnolencia lo avanzaba y no pudo menos que esbozar un cierto desgano. Había recordado dos imágenes que le agradaban en sus tiempos de profesor; dos imágenes que le parecieron intensamente poéticas y para colmo, con el transcurrir de los años y las vicisitudes de su vida, reveladoras de una verdad esencial, de esas que sólo puede expresar la poesía al surgir de un cierto lugar inestable, oscilante en un tiempo íntimo, que muy poco se ajusta a la misteriosa rotación de los planetas. Sin embargo, pese al agrado, resistió a su recuerdo... no fuera a ser que sublevase las imágenes reprimidas, perdidas en los meandros de su memoria que intentaba sepultar en el abismo de su herido corazón. Cualquier cosa con tal de enterrar la vivencia, silenciar emociones, borrar la tristeza inscripta en la absurda desposesión de sus días. Días que no admitían la turbación de la belleza, días vividos como un descenso ofrecido en una especie de ofertorio, cuya dolencia era la eterna repetición de muerte asumida como un anticipo sin posibilidad de sublimación.

De repente, el desgarro sonoro de unas guitarras lo sorprendió antes de que se afirmara en sus cavilaciones y no pudo dejar de escuchar, sometido al progreso de una emoción cada vez más atenta. La revelación recuperada de que la música podía ser tan bella que llegaba a levitar el alma, alteró sus sentidos... y en un intento por escapar al sortilegio que lo abrumaba, con la promesa o la esperanza, tal vez inútil, de que podía volver, decidió alejarse del lugar, refugiarse en otra parte, sumirse en el letargo de su noche, atravesada como siempre por un silencio eterno, apenas entrecortado por el ladrido ocasional de Argos.

Dio unos pasos, sin saber hacia dónde..., dio unos pasos, como siempre, con el saber extraño de que siempre bastan los primeros, para seguir hasta el confín de cualquier parte, donde todo el abandono le pertenecía... Dio unos pasos...como siempre, incluso esbozó una sonrisa porque ya las guitarras cesaban y ahora nada le sujetaba las espaldas, pero en esos instantes, lo retuvo una voz liberada que surgió rasgando su tiniebla y curiosamente, extrañamente, como suele saberse de repente, se supo perdido.

Durante años había escandido la belleza de los versos que le sugerían la posibilidad de una redención sostenida en la magia de la voz, en la estética de su lengua latinoamericana. "De todo esto yo soy el único que parte", repitió el eco de un recuerdo liviano y alado, que enseguida lo sumió en el desconcierto, descubriéndolo partido, porque si primero fue el sonido de las guitarras, ahora se sumaba el lamento de una flauta, deslizando suavemente con la brisa su envoltura sobre el tímpano. Quiso dar unos pasos más, mas la emergencia sonora de un recuerdo cercado sobre sí, como un arpegio en la hondura de la noche, lo detuvo. Titubeante, oscuro sobre la oscura sombra de la calle, Oliverio ya no pudo sustraerse. Ya los primeros sonidos y la voz del trovador, ahora reencontrada y después de tanto tiempo reconocida, le cantaban a la luna y a las constelaciones y a los giros planetarios, cálida como el susurro primaveral de las acacias o el lento vuelo de una gaviota. Entonces algo ocurrió. Oliverio volvió sobre sus pasos y el hilamen anónimo de quien canta y quien escucha, reverberó sin rostro, diseminado en la voz pura y sencilla que avanzó como una ola hacia el fuero mortal de su desdicha para subvertir el oprobio. Un verso se elevó y luego otro y otro más, y Oliverio sintió que lo abrazaban... sintió que la pulsación de la guitarra y la voz y los versos le imponían escuchar más allá del oído, como si fuese de repente y por un extraño sortilegio el primero en escuchar los sonidos primigenios del mundo, en la voz de ese hombre, que tal vez no era todo lo que cantaba ni siquiera todo lo que los demás decían, pero resultaba claro que él sostenía su música, como si esta fuese parte de él y en todo caso y decididamente su eterna compañera.

"Fui punto en multitud por donde fui, nadie me detectó y así aprendí...". Sí... ahora Oliverio sintió esa voz como un abrigo, como una caricia de la amistad, como un abrazo tendido en un diálogo imposible que le susurraba la nimiedad de cualquier vida... y por primera vez, en la larga noche aciaga de su destino, Oliverio sonrió... Se dio cuenta que le costaría mucho dormir, se quedó escuchando y cuando todo terminó, alentó a Argos a que lo acompañase porque sentía la necesidad insólita en el comienzo de la madrugada de largarse a caminar por cualquier parte, perderse entre tanta gente, como uno más, como si fuese capaz de volver a soñar una nueva esperanza.

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