¿Y si Dios atendiera ah� ¿Y si Dios fuera un enfermero como las seis enfermeras locas del Pickapoon Hospital de Carolina? ¿Y si Dios fuera un agente que corta tickets de turnos en la sala de ingreso de un hospital tan sucio como éste? ¿Y si Dios fuera un invento de Juan Gelman?
Ahora, que eran las dos de la tarde de un lunes cualquiera y ese hospital era un hospital cualquiera, no podÃa dejar de recordar esos versos ni de oÃr la voz de Juan, leyéndolos. De vez en cuando dejaba de pensarlo y repasaba las seis ventanitas insignificantes de la enfermerÃa y trataba de desoÃr el aquelarre escandaloso de las mujeres de blanco; o contaba las tres, seis, once personas de la fila y multiplicaba por quince o por diez para consolarse de la espera. Cifraba la demora, resoplaba y volvÃa a multiplicar.
La recepcionista demoraba a otros dos en la ventanilla mientras sostenÃa el teléfono con su hombro derecho y ordenaba firmas y autorizaciones.
¿Y si la recepcionista fuera Dios? ¿Y si la recepcionista fuera Dios disfrazado de recepcionista? ¿Y si detrás de cada puerta estuviera Dios, asomando sus narices en las entrepiernas, como un ginecólogo? ¿Ordenando tubos de sangre etiquetados en el laboratorio? ¿Midiendo en la sangre la glicemia, como un hematólogo? ¿Anotando drogas paliativas en su recetario, como un oncólogo? ¿Haciéndole tacto a alguna, como un obstetra? ¿Disparando rayos, como un radiólogo? ¿Revisando fémures y clavÃculas sobre el negatoscopio, como un traumatólogo?
No era Dios, acaso, el que movÃa, de vez en cuando, la puerta vaivén de la antesala del quirófano o la puerta vaivén de la unidad de terapia intensiva, sino los zapatitos blancos de una doctora que se acercaba hasta un banco y repetÃa familiares de Molinero, familiares de Molinero... y los familiares se abrazaban y lloraban porque habÃa muerto el abuelo y cómo le decÃan a los chicos que habÃa muerto el abuelo. Los chicos, que no habÃan visto morir a nadie, que creÃan en que se era eterno y listo. Y los zapatitos blancos se alejaban y volvÃan a mover la puerta vaivén del quirófano o la terapia, guardándose el consuelo para los otros, los vivos, a los que les administraban altas dosis de vaya a saber qué sustancia de Dios para que no sintieran la muerte.
Y detrás del desfile de urgencias de la sala de guardia, de los cuerpos quemados, de los tobillos mordidos por perros rabiosos de raza, de los accidentados que transitaban su shock postraumático y su dolor abdominal, formaban fila los lesionados del alma y de su clase, los que no tenÃan ni obra social, ni credencial, ni número, ni monedas.
VolvÃan a desfilar las seis enfermeras del aquelarre con dos tubos de oxÃgeno para la sala contigua. Un insignificante camillero vestido de verde las seguÃa, con un pie de suero y la mandÃbula dura.
¿Y si Dios fuera el camillero diminuto? ¿Y si Dios fuera camillero en el Rosendo GarcÃa o en el Julio Corso? ¿Y si Dios fuera la mujer que vende diarios en Francia y San Juan?
¿Y si Dios fuera alguno de los tres hombres que esperan cruzados de piernas en la sala de urologÃa?
Lo que hacemos en nuestra vida privada es cosa nuestra, decÃan las seis enfermeras locas de Gelman. Y en Pickapoon corrÃan los rumores de su comportamiento escandaloso, como ahora, que se dice que el doctor tuvo un contratiempo y no va a atender a nadie y cada uno de los once baja hasta el piso la mandÃbula, mientras por la puerta trasera del hospital, el doctor se escapa con una enfermera, dicen los de mantenimiento. ¿Y si Dios fuera el encargado de mantenimiento de un hospital?
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