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Viernes, 10 de agosto de 2012
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Aquella delantera

Por Jorge Isaías
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A Toto Míguez

Eso debió ser cuando yo iba a la cancha por mi cuenta y riesgo, que debió ser cuando empecé la escuela primaria. Por esa razón es que yo fui tal vez de los últimos que vio a esa juguetona delantera que titularizaba en la segunda división del club, a la que se llamaba popularmente reserva.

No sé bien si a los cinco les gustaba el fútbol, porque algunos abandonaron pronto. Caso del Negro Bonomi y tal vez Luisito Ardiles, o el propio Huguito Piombi que fue el primero que emigró.

A Huguito lo volví a ver este año o el anterior en el club, después de cincuenta años y como es lógico no me reconoció. Es más, no tenía idea de mi existencia, porque yo era una nadita de pocos años cuando él se fue. Y aunque le habían dicho que en el pueblo había un escritor, no me relacionó con ese pibe de cinco años que le alcanzaba la pelota cuando salía fuera de juego y ellos, los grandes se trenzaban en esos picados que oficiaban de práctica en esos tiempos.

Fue inútil que intentara recordarle, porque tal vez el universo de los mayores no tiene en cuenta la ilusión de los chicos, aunque estos lo agiganten en su memoria.

A Luisito Ardiles, lo cruzo a veces y hasta ha venido a alguna presentación de libros míos. Es hijo del mítico don Benicio Ardiles, carnicero y santiagueño bonachón si los hubo en mi pueblo.

Al gran Adolfo Bonomi lo he visto siempre, ya que es mi amigo desde mis quince años, pese a la diferencia de edad.

A Chiche Borello, ese gran amigo de los pibes, lo perdí de vista hace muchísimo, se fue del pueblo muy joven y me dicen que también muy joven, murió. Era un puntero derecho, como se les decía en ese tiempo, que tenía una patada de caballo. Y lo bueno era que siempre sonreía, llevaba la alegría en todo el cuerpo, hasta cuando perdía la pelota, ni que hablar cuando hacía un gol. Y conste que en ese tiempo los goles no se festejaban de manera payasesca como ahora. Sin embargo, él era el único que los gritaba y se lo perdonaban porque era él, era Chiche Borello.

El otro era un delantero temible, que jugó muchos años con el once en la espalda y que junto con Chiche pasó a primera: Ismael Durán, o el Negro Durán, como prefieran. Era rápido, seguro, fuerte, hábil, buen gambeteador, y como si eso fuera poco tenía una gran potencia en esa zurda que nos supo hacer felices en aquel tiempo remoto. Era como se decía en ese tiempo: un tipo duro. Después se mudó, al parecer a la provincia de Córdoba, no sin antes hacer dúo con Lallana y divertirse mucho. No sólo en la cancha sino compartiendo la vivienda que les había prestado Ramón Camiscia y ellos les robaban las gallinas a un vecino y las metían en una cacerola que al día de hoy son cada vez más grandes a juzgar por las anécdotas que circulan y se agrandan en el pueblo al correr de las generaciones.

En esta delantera mítica debutó una vez un jugador que hizo las delicias de una hinchada fervorosa. Y lo hizo con seguridad supliendo a otro, que pudo ser Adolfo o el mismo Luisito Ardiles.

Sentado esa tarde en los bancos de madera que hacía poco habían puesto para la parcialidad local, junto al amigo con quien siempre veíamos los partidos, es decir Toto Míguez, es que lo vimos entrar cansinamente.

En aquellos tiempos más lentos, era de rigor que el jugador entrara con decisión, como para dar fe de su entrega a los colores, que eran un poco más permanentes y fieles que ahora, que se cambian de camiseta como de calzoncillo. Pero éste no, entró casi caminando, último, con su trotecito de compromiso, encima con una camiseta mucho más descolorida que el resto, como si no perteneciera a ese lote de once, con el color no tan rojo, porque se heredaban del equipo de primera. Al menos, era un color un poco desvaído pero uniforme. Pero esta seguramente era de un equipo muy anterior, porque los sucesivos lavados la habían transformado en un color rosado pálido y para el colmo de los colores ni número a la espalda tenía. Nada.

Pregunté un poco amoscado a mi amigo quien siempre tenía más información futbolística que yo.

-¿Y ese chacarero, quién es?

-Es Juan Renzi, me dijo, y vive en el campo.

-﷓Ah, ya me parecía -﷓contesté-﷓, como desvalorizándolo.

-﷓Esperá verlo jugar --me dijo, enigmático.

Esa tarde tal vez fue la primera experiencia que tuve, el primer remordimiento por haber hablado de más. Era nada menos que Juan Renzi, Juancito Renzi o Balazo Renzi, como prefieran. Y le decían Balazo a manera de oximoron, por que era el jugador más lento que conocí en mi vida pero el más habilidoso y tal vez el que nos hizo más felices en aquellos tiempos de ilusiones fáciles, de ilusiones posibles y más pequeñas, como nuestras almitas inocentes.

De esa tarde no recuerdo el resultado, pero nos dio alguna lecciones de buen fútbol. Lo que sí recuerdo es que cuando regresábamos a nuestras casas lo hicimos cascoteando bandadas de gorriones que bajaban a la calle a picotear granos de maíz que se caían de los carros.

Y a cada proyectil nuestro la pequeña banda volaba hacia el cielo como un puñado de carbones sucios.

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