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Jueves, 23 de agosto de 2012
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Aprendizajes

Por Jorge Isaías
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Hace tanto que recuerdo aquellas cosas, mejor dicho aquellos tiempos en que las gaviotas enseñoreaban los cielos bajos y ese mar negro de la tierra arada. Fue hacia el final de la escuela primaria, cuando aparecían los nuevos intereses y con mi amigo Miguel Correa pasábamos de las historietas a los libros de la Biblioteca Belgrano, libro que luego discutíamos. En especial una serie de la segunda guerra que se llamaba Guerra de Este a Oeste. Sin dejar de resaltar la excelencia de una revista de acción que se llamaba Frontera y la dirigía un tal Héctor Oesterheld, pero eso lo tendríamos en cuenta mucho después. Sólo teníamos algo en claro: no era cualquier revista de historietas. Persistía la pasión por el fútbol, que se mediatizaba por intentos de imitar a los mayores, al menos a los que ya usaban pantalones largos, fumaban y se animaban tímidamente a los bailes, como pretendiendo moverse con la naturalidad que ya tenían los que nos llevaban diez años, o más. Hicimos entonces nuestros primeros trabajos para ayudar en la casa, siempre escasa tal vez de monedas, y comprarnos algo para nosotros si sobraba, claro. Hacía poco que habíamos salido de la escuela primaria, un momento muy particular de mi vida, cuando mi padre me daba un poco de libertad para acompañar a mis tíos en sus tareas laborales, o de juegos, de caza o de pesca. También me fascinaba acompañar a mis tíos menores al cine. Ellos trabajaban en la chacra de don Paco Aguiar, ese catalán grandote cuyo único hijo Omar era hincha de Racing y de nuestro club. Mis tíos pasaban los sábados por la noche y me llevaban al cine. Me encantaba oír el ruido de las ruedas chirriantes del sulky, el bufido del caballo al detenerse frente al portoncito de entrada que tenía en ese tiempo mi casa. A ellos, como a mí, les encantaban las películas de Oeste que veíamos en el cine La Perla, antes del cinemascope, que abandonó esa pequeña pantallita por una paronámica que abarcaba casi todo lo ancho del escenario con su telón blanco sobre el cual mi amigo Adolfo Bonomi proyectaba esas cansinas películas que sólo esperaban el galope solitario de Cisco Kid. O mejor, el jopito de ese actor que se llamó Alan Ladd, que era nuestro preferido, o el otro, que era el de mis tíos, es decir ese flaco y alto que se llamaba Randolph Scott. Pequeños poblados miserables, que todo viento barría arrollando esas plantas resecas, esas ramas de árboles que los últimas tormentas habían roto desde la película anterior, de otro desierto tal vez, mientras los temerosos habitantes de esos poblados minúsculos esperaban la próxima balacera. La verdad es que mucho me agradaba acompañar a mis tíos Aurelio y Eduardo, los dos hermanos menores de mi padre. Tal vez por ser muy jóvenes, el hecho de ser bromistas y juguetones o tratar de tomarles el pelo a los demás -﷓no sin una pizca de inocencia-﷓ me ponía bien con la vida. Me gustaba también acompañar a mi tío Berto, esposo de la inefable tía María, hermana de mi padre, en esa cacería de liebres por los campos cercanos al pueblo. Una vez en el cuadrado de una hectárea de alfalfa nos salieron siete, muy veloces y gambeteantes pero a cuatro de ellas no les fue muy bien: quedaron en el campo con una flor de sangre sobre el pecho. También acompañaba a tío Berto a la estancia de Maldonado, donde cumplía las tareas de apicultor junto a un hermanastro suyo de nombre Natalio, corpulento y de un pelo tupido y crespo, siempre vestido con un mameluco celeste. Los cajones de las colmenas vacías se guardaban en la casa deshabitada de la familia Iglesias. Ellos las cargaban en una chata con ruedas de goma, que tiraban dos percherones blancos y en otras ocasiones un par de caballitos alazanes que se comían el viento. Llevaban esas colmenas a los montes de la estancia donde los distribuían. Y yo, tomado fuertemente de la barandas iba mirando hacia delante, con el viento que me golpeaba la cara, alborotándome el cabello que aclaraban el sol y las aguas salinas. A los costados de mis ojos pasaban con toda rapidez las bandadas de patos que caminaban hacia los bañados en formación marcial, y que yo más que nada infería cómo esas garzas blancas o esos flamencos rosados como deshilachados pañuelos parecían saludar nuestro paso ligero, que estas letras no pueden recuperar aunque ponga en ello todo el esfuerzo del mundo.

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