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Jueves, 13 de septiembre de 2012
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Las visitas

Por Jorge Isaías
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Eran tiempos demasiados lentos pero también eran distintos, no sé si mejor, diría González Tuñón. Y aclaraba nuevamente: eran distintos.

La manteca que tanto me gustaba era carísima y sólo la comía cuando iba al campo donde vivían mis parientes, que la hacían casera, ¡y era tan rica! Un gusto exquisito que ya mi paladar ha perdido para siempre. Muy de vez en cuando mi madre juntaba sus monedas y yo iba hasta el almacén del Cholo Belluschi, quien con un sabio corte de cuchillo cortaba el paquete de 600 gramos y lo cortaba al medio. No había otro en ese tiempo.

-﷓Medio paquete de manteca le pedía yo desde la puerta con las papilas hechas agua.

Con el dulce de leche era distinto. Se vendía suelto, era muy barato y muy rico, grueso, áspero que hacía la delicia de todos nuestros paladares simples. Cuando a mi madre le caía una visita de improviso, luego que se acomodaban en el pequeño comedorcito hechos los saludos de rigor, ella me hacia una seña imperceptible y yo salía hacia el patio y me paraba en la ventana de la cocina. Ella entonces me alcanzaba unas monedas y una gran taza de loza blanca con un dibujo celeste en el fondo. Entonces yo corría los cien metros llanos hasta el almacén del Cholo y le pedía que me llenara la taza con ese rico manjar. El pesaba el recipiente y abría un inmenso tarro de cartón de cinco kilos donde venía el dulce. Lo iba llenando con una cuchara grande de madera hasta dar con el peso. Pero yo no me movía hasta que me ponía la última pizca, era la yapa, algo de rigor en esos tiempos. No se le olvidaba nunca, pero si eso sucedía, yo le reclamaba:

-﷓¿Y la yapa?

Entonces volvía a correr los cien metros y disimuladamente ponía con mi pequeña mano esa exquisitez a través de la ventana en la mesita de la cocina. Y aparecía en el comedor, como si nada. Y allí mi madre estaría con sus amigas de mate y conversación fluida.

Cuando las visitas avisaban era distinto porque ella preparaba algún agasajo de ocasión para acompañar el mate, que podían ser unos ricos buñuelos o rosquitas al horno con azúcar impalpable o algún biscochuelo que había horneado esa mañana en la cocina económica.

Todo este misterio del dulce de leche y su trámite --muchas veces he pensado--, no pasaría desapercibido como es lógico para sus amigas, pero eran aquellas épocas discretas, donde todo debía ser hecho con discreción ya que confianza entre ellas no habría faltado para hacerlo abiertamente. El rico dulce de leche se expondría sobre unas rodajitas de pan que podía estar tostado o no. Y se servía en un plato común, "para acompañar el mate" decía mi madre a modo de disculpa.

A mí me hacía un gran tazón de mate cocido y luego de despacharme unas cuantas rodajas de pan con ese sabroso dulce me iba hacia la calle seguro de que el permiso no era necesario porque ella, mi madre, de natural callada, se ponía muy conversadora cuando venían sus amigas o alguna de las cuatro o cinco vecinas con las cuales tenía amistad o buen trato, muy cordial al menos.

Era, por lo que recuerdo, la más joven de todas y me encantaba verla entre sus flores, en ese jardín que era su orgullo y su esmero con ese batón celeste y su delantal, al que había bordado una paloma en un extremo que cuando ella caminaba parecía presta a tomar vuelo y mezclarse con las que picoteaban miguitas y algún gusanillo por el mismísimo patio de tierra.

De la cocina, seguramente, siempre emanaba algún olor que era pasible de abrir el apetito y poner las cosas en un punto agradable, en una disposición que abría ese optimismo de vivir, con ese empuje imparable que tienen los chicos en la energía que los años van limando de a poquito y lo dejan a uno en esa incertidumbre donde se puede creer que muchas veces las cosas no sucedieron. Que no sucedieron así, al menos, pero que mucho se le parecen o hubiera sido bueno que así fuera.

Olvidé decir que en esos tiempos lentos de los mates de mi madre, que como buena italiana no los tomaba amargos, sino, con una pizca de azúcar y de vez en cuando con dos hojitas de peperina o una cascarita de naranja seca que pendía de un clavo suspendido en la pared. Digo que olvidé decir que sólo yo salía luego de lavar la taza donde había tomado mi merienda, un mate cocido que a mí a esa hora de la mediatarde me sabía a gloria como nunca y era el energizante que me hacía correr detrás de la pelota esquiva mientras nos trenzábamos en esos picados donde se dirimía no un partidito de fútbol sino la mismísima guerra de las Galias.

Mientras me madre mateaba con sus visitas improvisadas y el cielo expandía su azul hacia la altura que solo cruzaba una pesada paloma solitaria.

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