a Mario Compañy
Cuando con Miguel Corea descubrimos El Eternauta, con su nieve cayendo sobre Buenos Aires, tenÃamos catorce años y no imaginamos ni siquiera en alguna pesadilla que un dÃa serÃa ese héroe tan amado, puesto en tela de juicio por polÃticos de cuarta.
Como él tenÃa hermanos mayores probablemente le comprarÃan la revista que la escasez de mis bolsillos no me permitirÃa. Es decir que yo leÃa las aventuras de Juan Salvo, de prestado, como correspondÃa a aquellos tiempos solidarios.
Y ya que estamos con el tiempo, que según Isidoro Blaisten lo único que hace es pasar, yo le agregarÃa que siempre deja al rescoldo, como si fuera una brasa oculta por cenizas su cuota de afectividad que se debe resguardar aún bajo tormentas y aún bajo temporales que no dejan de acosar.
Por eso, cuando Mario Compañy me llama por teléfono para recordar el aguaribay de mi casa paterna, la mención al poema de Juanele es obvia. Y también, me dice "las calandrias que enseñorean sobre los fresnos". Y yo le agrego: las cotorras nuevas sobre la higuera tan vieja que ya no da higos.
Cuando mi madre vivÃa todo era distinto porque la casa tenÃa su música particular.
De ella no tengo una sola imagen, sino muchas y a veces se superpone entre ellas y hasta con las imágenes suyas que me visitan en los sueños. Como esa donde ella atraviesa el patio con un plato en la mano, de regreso seguramente del gallinero donde llevó las sobras del almuerzo a las gallinas. Lo curioso es que tengo una foto de ella con su plato y su batón celeste. Lo que me hace pensar que tal vez fue esa foto vista tantas veces hasta que por una fuerza extraña o incompresible terminara instalándose en el sueño.
O cuando con gran amorosidad recogÃa los pollitos recién nacidos que podÃan morir ahogados en los temporales y los depositaba en una canasta, envuelta en un pulóver de lana en desuso cerca de la cocina económica para que recibiera todo ese calor. Y más de una vez, alguno se resistÃa a salir del huevo, que abrÃan con sus piquitos, muy despacio. De sólo animarlo al calor, en un par de dÃas salÃa caminando con sus numerosos hermanitos y pronto era tan vivaz como cualquiera de ellos.
Alguna vez escribà que ella vivÃa en un reino de cebollas, y tal vez pretendà metaforizar que ella reinaba en la cocina. Y era verdad. Pero una verdad, si bien importante, no se conciliaba con la estricta realidad.
Porque ella lo hacÃa todo dentro de la casa y también en lo exterior. Cuidaba a los animales domésticos pero además hacÃa la quinta, salvo puntearla que lo hacÃa mi padre hasta que fui adolescente. Y esa fue mi tarea y también la del viejo. Ella allà estaba a sus anchas, sembraba papas, cebollas, tomates (que en verdad se transplantaban en plantines de dos centÃmetros más o menos) zapallos, calabazas, y hasta algunos surcos de maÃz que luego se comÃan como choclos de los cuales ella era devota. Al mediodÃa hervÃa una olla y luego de la siesta comÃa algunos antes del mate. Cuando nos ofrecÃa algunos a nosotros, mi padre siempre contestaba lo mismo:
-No soy caballo para comer maÃz.
Lo mismo decÃa cuando mi madre pretendÃa que comiera la lechuga o la rúcula de su quinta.
Mi padre era un ser absolutamente carnÃvoro, lo era de manera excluyente y militante. Y me consta que nunca le vi tomar una taza de leche que no usaba ni para "cortar" el café.
-Quiero café negro, le decÃa a mi madre luego de almorzar.
Pero de noche no tomaba porque decÃa que no podÃa dormir, que lo desvelaba. Y ella, mi madre, entonces le hacÃa un té de tilo porque decÃa que lo tranquilizaba. No sé si era cierto, pero ellos lo creÃan.
Todo aquello que estaba bajo el control de mi madre servÃa para cumplir en la cocina, y tenÃa mucha experiencia porque a los ocho años mi abuela la puso sobre un banquito y le ordenó cocinar para la docena de juntadores de maÃz que iban invierno tras invierno a esa chacra que arrendaban y que apenas les permitÃan comer y vestirse pobremente.
Y en esas tareas de juntadora la vi ayudándole a mi padre.
Domingo Clérici me ponÃa sobre la chata tirada por cuatro caballos y que se usaba para recoger las bolsas llenas y entrábamos al rastrojo que era un mar amarillo, y yo soñaba que navegaba en el mar de Sandokan.
Entonces me decÃa, desafiándome:
-A ver, adonde están tus viejos...
Y yo al descubrirles gritaba señalándolos.
Y allà estaba el rostro moreno de mi madre, con un sombrero que le protegÃa del sol y con su sonrisa que era también un sol para mis cuatro años felices e inocentes.
Que se quedaron allà como una moneda que no deja de brillar.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.