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Jueves, 27 de septiembre de 2012
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Los tíos

Por Jorge Isaías
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Con mis tíos era distinto porque habitaban los espacios abiertos y su predisposición conmigo era amable. Siempre estábamos vinculados por una complicidad y una camarería que nunca tuve con la severidad de mi padre, de suyo austero y autoritario.

Lo bueno de todos modos era que él confiaba en sus hermanos y me permitía acompañarlos en esas travesías de campos abiertos, hasta donde se tocaba con la punta más lejana del cielo, allí donde parecía imposible de alcanzar porque nos separaba de esa línea un fervor alto de gaviotas que ayudaban a simular un mar de tierra arada.

Pero antes de esa línea había mojones de agua que las lluvias estancaban en los bajos y que formaban lagunas con su flora y su fauna proclives a convivir en ese microclima que a mí no sé por qué siempre vinculaba mi deseo con el mar y con los libros de aventuras que leía de prestado entre los escasos compañeros de primaria que podían acceder a ese tintinear de monedas esquivas.

Es probable que ya Emilio Salgari habría entrado en nuestras vidas con su saga de piratas que accionaban sus aventuras en mares remotos, en lugares que se llamaban Malasia o Mompracem, cuya pronunciación nos era familiar porque todos pasábamos nuestros ojos por esas letras que antes no habíamos visto juntas, pero que a fuerza de repetir ya nos eran familiares como la Cañada de Company o el Noventa o el Bajo de La Portada o la escuela rural de Colonia Terrasón. Todos estos lugares eran visitados por mis tíos en sus usuales incursiones de caza donde era más que frecuente mi acompañamiento que no ocultaba mi anhelo de que alguno me permitiera usar una de esas armas mortíferas que mi padre me tenía prohibido siquiera tener en las manos. Todo esto se hacía más interesante desde que con seguridad yo contaba con la discreción de todos y cada uno de ellos. De todos ellos, seguramente el viajero era el Kelo, que luego de sus rigurosos dos años de conscripción en la Marina de Guerra, se enganchó en la Mercante y recorrió los mares del mundo durante años, encendiendo a más no poder la imaginación del sobrino que se quedaba esperándolo viaje tras viaje mientras usaba ese tiempo vacío cazando alborotadores gorriones y leyendo numerosas revistas de historietas, tratando de cumplir con las tareas escolares para no sufrir el castigo paterno, ya que se proyectaba sobre mi breve humanidad la frustración de no haber podido hacer sino un año de primaria por el autor de mis días. Como era el mayor de ocho hermanos mi abuelo lo ponía a trabajar en el campo y sólo muy de vez en cuando, es decir cuando las tareas rurales tan duras de entonces le dieran un hueco para asistir a la escuelita rural o en su defecto a una chacra donde algún padre también con muchos hijos, pero con otra disponibilidad económica traía un maestro a su casa para que alfabetizara a su prole.

Los otros hermanos estaban sujetos a los ciclos de las cosechas. Juan, ya casado, buscaba horizontes por otro lado acompañado por Pancho. A veces iban a las cosechas y a lugares lejanos y como los dos eran muy afectos a los naipes, no era raro que antes de llegar a sus casas se jugaran todo el jornal habido con grandes sacrificios.

Había que salir de nuevo, de inmediato, previo pedir algún préstamo para pagarse el viaje, esta vez quizás más lejos y con menos posibilidades de conseguir un buen pago porque irían adonde las cosechas no rendirían lo deseable.

Quedaban los menores aún en la chacra paterna, quienes fueron de algún modo más amable mis compinches porque no eran demasiado mayores que yo. Y las incursiones también podían reducirse a ese gran canal que atravesaba el campo de don Luis Burki, que el abuelo en ese tiempo arrendaba.

En los tiempos de lluvia abundaba la pesca y nos podíamos pasar tardes enteras allí, siempre cuando el trabajo no apremiara, ya que mi abuelo siempre encontraba algo para hacer, porque él, según repetía no quería vagos en su casa.

De todos modos mis tíos se las ingeniaban para conseguir una tarde de pesca o de caza de patos a un bañado cercano.

Y allí habitaba una fauna muy vistosa de patos silvestres y de garzas moras o blancas, o esas nubes misteriosas de flamencos rosados que manchaba ese cielo tan intensamente celeste, que solo están hoy en mis pupilas infantiles cuando el mundo recién empezaba y yo atravesaba ese espacio de alfalfares verdosos con mi cañita al hombro, protegido por mis dos tíos menores y que daría para contar mil anécdotas cuando nos reuniéramos en esa Cortada querida, que como tantas cosas ya se tragó el gran olvido irremediable y seguro.

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