A veces viene una alegrÃa que no se bien qué es, pero se pasa pronto. Siquiera un vientito que airea aquellos penachitos que tienen muy alto los álamos carolina, pero a lo mejor es el recuerdo, craso, simple, al que cualquier hombre tiene derecho.
Yo no tuve cama hasta que pude comprármela, pero dormà diecisiete años en la cama de hierro que era de mi padre y que le habÃa comprado a Antonio Frontera, cuando aún él, mi viejo, era soltero. Una de las camas que aún queda en la casa paterna es ésa. Claro sin el elástico que fue comido por el óxido de los años sucesivos por los orines de mi primera niñez y por el mero tiempo. Tampoco quedan los respaldares de hierro. Pero no deja de ser una cama que tuvo que ver con aquella, cuya historia. Se pierde en la historia familiar tan pequeñÃsima.
Don Antonio Frontera tenÃa la única bicicleterÃa del pueblo, en la esquina muy estratégica donde nos arracimábamos los pibes a mirar esas deseadas bicicletas que nuestros padres nunca nos podrÃan comprar. Esa casa ya no existe y ese local siempre iluminado de noche, tampoco. Ahora Juan Carlos Marinozzi tiene su supermercado, porque hasta allà llegó el progreso.
Las bicicletas, ya cuando nos empezamos a ganar el peso nos las compramos nosotros. Por eso la mayorÃa aprendió a andar en ellas salidos de la primaria, cuando vimos rodar las primeras monedas.
Eran los tiempos en que aparecÃan otros intereses y se mutaban las bolitas, los trompos y las figuritas, por las revistas de historietas y la rutina del atardecer a la biblioteca del club y con sólo traspasar un par de puertas estábamos en el reino de los mayores: el bar con sus mesas de billares donde también se jugaba al casÃn. El pool serÃa muy posterior y yo, a fuerza de sinceridad, nunca lo jugué.
De todos modos en ese tiempo habÃa muchos mayores que jugaban muy bien y que era un espectáculo verlos. Asà que nuestras posibilidades de tocar un taco eran remotas. Sà tenÃamos más acceso a la pieza de ajedrez o los naipes. Pero sólo para el truco porque al chinchón se jugaba por plata y en esos tiempos remotos y casi limpios los juegos de azar -traÃan redadas policiales- que en sà misma completarÃan un tono con sus anécdotas y sus picarescas. Como cuando el Triaca saltó una noche una ventana del club y se pasó a la casa de un vecino y se metió en la cama con el consiguiente permiso y al llegar los agentes lo encontraron con gripe. Es lo que se cuenta todavÃa en el pueblo. Conociendo al personaje uno puede creer en la veracidad de tal anécdota.
En la planta alta del club habÃa unos boxes que en determinadas noches se jugaba fuerte. Eran tan secretas al principio como una reunión de carbonarios, pero luego debÃan emigrar a otros clubes, a otros pueblos y a alguna chacra que era prestada por el dueño. Con tan interesante juego como el del monte se corrÃa el riesgo de ir preso. Algo de adrenalina habrá corrido y cómo. De todos modos a mà los juegos de azar nunca me interesaron, no me llamaban la atención sino para enterarme de los desbandes que se armaban cuando caÃan los uniformados y los contertulios ganaban los campos de trigo o de maÃz donde a veces pasaban el resto de la noche. O en el corral techado de las ovejas, o refugiados a la vera de una inmensa parva que de dÃa protegÃa a los gorriones.
Esto que estoy tratando de narrar son los rescoldos que quedan de las brasas de otro tiempo.
Otro tiempo que tuvo aristas no exentas de lejana simpatÃa o recuerdo amable en el fragor de los años sucesivos.
Porque en verdad la mayorÃa de los habitantes de ese pequeño lugar todavÃa tenÃa una nutrida colonia afincada a la tierra y a las tareas agrÃcolas, con muy poco espacio para la diversión que era no bien mirada por los mayores. Aquellos sufridos inmigrantes que cruzaron el mar sabiendo que cualquier sacrificio valÃa más que el hambre de la guerra de la que recién salÃan.
Yo recuerdo a mi abuela y sus hermanas que no habÃa superado el trauma de los aviones y cuando alguno de ellos, muy pequeño y en tareas civiles, cruzaban pacÃficamente el cielo, ellas se metÃan en las casas hasta que el ruido pasara. No podÃan entender que ahora vivÃan en un paÃs pacÃfico o el miedo era más grande.
Esos pequeños avioncitos que alguna vez cruzaron la formación marcial de las gaviotas blancas sobre un fondo celeste a morir, con mucho trigo amarillo por debajo.
Que se parecÃa a un mar, decÃa mi padre.
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