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Lunes, 5 de noviembre de 2012
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Hecho

Por Mariana Miranda
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Todavía me acuerdo de tus ojos, de tu cara, de tu cuerpo todo y te juro que quisiera agarrarte de nuevo, tenerte, una guiñada, un momento, una milésima de segundo, otra vez, para penetrarte hasta el alma y dejarme llevar hasta el fondo del abismo por las mieles de tus entrañas. Y sin embargo te busco y te busco y no te encuentro, no te encuentro por ninguna parte, ni en las esquinas en las que solíamos darnos citas, ni en los bares donde nos vieron tomar tantas cervezas, ni en los bordes de mi cama, ni en los sillones del living en donde sabías despachurrarte ampliamente, locamente, perezosamente, con todo el peso de tu humanidad sostenida en el tapizado, fragante, pimpante, rozagante, como una rosa de luna hecha piel en mi recuerdo, como una flor del infinito de astros desplegada en mi presente, con los pétalos abiertos desde tu propio cáliz, desde tu fragancia de hembra, tan dulce, tan sinuosa, tan magnética tan envolvente y distante a la vez, tan enigmática, tan abismalmente diferente de la mía, de mi ser, de mi propio ser, que vedado y ausente aparecía expectante frente a tus senos, frente a tus pies, frente a tus piernas de gacela tibia y larga y tus caderas dulces y mansas, de mi propio ser angustiado y lejano, distante también, tan distante. Distante hasta de mí mismo, todavía me acuerdo, todavía me acuerdo de tus ojos de azabache iluminados por la codicia, de tus ojos negros batiendo parches de victoria frente a la humilde desazón de los míos, frente a la humilde opacidad de mi mirada, de mi cuerpo, de mi pobre ser de hombrecito insignificante y corriente, de mi propio ser de ciudadano habitual que pagaba impuestos todos los días, que transitaba las calles de la ciudad sin que nadie lo viera, de hombrecito pequeño, pequeño, casi como tu alma insignificante de hembra codiciosa, avara, egoísta, perra, maldita.

Y todavía me acuerdo, che, sí, cómo me acuerdo, ¿vos no te acordás? de cuando me dijiste que te ibas, que te habías hartado de mí, y de cuando te miré con mi mirada ausente, con mi mirada de nada, con la opacidad de mis ojos llanos y simples y como quien no quiere la cosa, ahí nomás, mis manos te rodearon de pasión, de amor, de sexo, de locura, y mis dedos se prendieron a tu garganta y presionaron y presionaron y presionaron y me vi desde el rincón de la pieza, desde arriba, como dicen que se ven los muertos a sí mismos cuando se están muriendo, me vi apretando tu cuello, tu bello cuello de gacela enamorada, tu piel de luna florecida en tu cuerpo de maravilloso amor, tu cuello, mis dedos penetrando la blandura de tu carne, presionando en silencio tus venas, tus arterias, tu yugular maravillosa, la que había lamido tantas veces, la que había besado tantas veces, tus quejidos de hembra acorralada y maldita, más esporádicos cada vez, más ausentes cada vez, más silenciosos cada vez, más distantes cada vez, hasta que el estertor final, como el golpe seco de un martillo, y luego, tu cuerpo inmóvil, desnudo sobre el sofá, otra vez, desnudo sobre el sofá, pero ya no holgazaneando sino sin vida, sin armas, sin cielo, sin estrellas, sin luz. Y el entierro de tus pedazos fue lento, metódico, calculado. Y todavía me acuerdo de tus ojos y de tu cara y de tu cuerpo todo y te juro que quisiera agarrarte de nuevo, tenerte, una guiñada, un momento, una milésima de segundo, otra vez, para penetrarte hasta el alma y dejarme llevar hasta el fondo del abismo por las mieles de tus entrañas.

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