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Miércoles, 14 de noviembre de 2012
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Un momento de altruismo

Por Eugenio Previgliano
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Después la llevaron al hospital, porque no sólo agua, sino arena, decían que había tragado; y cuando se la hubieron llevado alguien dijo que estaba embarazada y fue ahí que tuve un estremecimiento, una sensación fea en la espalda y ahora recuerdo que entonces me fregué la cara con la mano y que la mano tenía arena y que la piel de la cara, ya curtida por el sol, la sal, el agua, se irritó un poco con la fricción de la arena de la playa en mi mano y yo pensé que si esto era con mi cara, qué no sería del material viscoelástico que recubre los pulmones por adentro y miré a mis hijos y no fue sino hasta la noche que se dieron cuenta que además de la arena, las rocas me habían lastimado un poco el torso y que años después, cuando escribiera esta crónica, me asaltarían unas ganas furibundas y misteriosas de desabrocharme la camisa, pero no para ir a nadar al mar sino para verme las cicatrices que me quedaron desde ese mediodía en el cuerpo.

Antes, sin embargo, cuando todavía escribía con frases cortas y escasos adjetivos pero ya tenía un primer stent coronario en una arteria de la base del corazón, y antes aún, cuando no tenía el stent, y todavía me consideraba sólido y eterno pensando que mi corazón me acompañaría en cualquier trapisonda que yo le propusiera, en el verano, incluso antes aún, de niño, cuando podía salirme de los estándares de los mayores, ya me gustaba nadar en el mar; nadaba, de niño, por el lugar donde más o menos las olas rompen y el placer que me daba de niño apartarme un poco y otro poco más de la playa se fue haciendo en mí más y más grande.

Fui adquiriendo, sin embargo, cierta destreza, conociendo las distintas corrientes en las distintas playas, reconociendo el día, el viento, la humedad, la improbable probabilidad de que el viento cambie; aprendí de a poco, cuando el esfuerzo sobrepasaba mis posibilidades, que el mar siempre ofrece un recurso del que valerse para apartarse, ir, volver o desplazarse según la costa y que vale más la paciencia que el entrenamiento para desplazarse en la honda vastedad del mar. ¿destrezas de náufrago?

Me gusta, cuando suavemente me he apartado más de doscientos metros de la costa, no sólo el silencio calmo que sobreviene a la distancia, la muda escena bulliciosa de la playa a lo lejos, cuando se apaga el monótono tronar de la rompiente, me gusta ver que la escena se hace plana, pierde espesor, perspectiva y dimensión y la gente pequeña, chata y plana, allá en la playa ya no tiene de mí ningún registro, y me sé entregado a mi propia destreza en la enormidad del vasto mar. Me place flotar, mansamente, arrullado por las olas y al cabo de un par de horas me gusta también la sensación en el rostro, que imagino colorado a causa del sol, la flora marina y lo denso del agua. Una paz silente envuelve entonces mi alma y siento plácidamente en mí, la enormidad del mar.

Antes, cuando pensaba que era sólido y eterno, en ese relámpago fugaz que fue la verdadera juventud, alguna vez traté, infructuosamente, de andar contra las corrientes y soñar que era yo y no el mar lo que me llevaba de un lado a otro según mi pobre y ambiciosa voluntad. Después me hice amigo, y cuando nos entendemos, la mar me lleva despaciosamente en una voluptuosidad de desborde con muy poco esfuerzo de mi parte y vamos y volvemos recorriendo enormes distancias que hubieran sido inimaginables cuando no nos conocíamos.

Y ese día que ahora evoco no fue distinto: entré al mar por la mañana con disposición sumisa, encontré que las corrientes eran las usuales para un día como ese y sin embargo no dejó de asombrarme lo pronto que alcancé una distancia imprudente y considerable, ni la cantidad de vueltas que tuve que ensayar para que el mar me devolviera serenamente en la playa. Lo hice con gusto, con sorpresa, con humildad, tranquilidad y paciencia. Y sin embargo también por eso es que me alarmé cuando la ví después desde la playa, flotando casi a la deriva por donde yo había andado nadando, y dejé mis lentes de présbite, y me quité el short, y en zunga me puse las antiparras y con una calma despaciosa me metí en el mar con paso rápido y nadé suavemente por donde ya la corriente me había empujado antes mar adentro. No la remolqué como en los manuales, la tomé de un pie y la desplacé siguiendo el rumbo de la costa hacia el Este tal vez unos diez metros, hasta donde pude empezar a traerla hacia la playa sin que la marejada nos llevara hacia las rocas. Entonces llegó más gente, y yo me sentí bien porque pude volver solo a la playa sin ninguna carga, volver a vestirme, secarme y acercarme a curiosear las maniobras de resucitación como cualquiera sin que nadie más que yo supiera quién empezó con el rescate.

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