"Vos maquillás tus ojos para que no se te vea la tristeza", le dijo Laura por mensaje de texto a ese amor que esperaba temblando sus señales, iniciando algo que ninguna de las dos podÃa entender. O quizás sÃ, pero que todavÃa no hallaba las palabras adecuadas, certeras. ¿Las habrÃa? La respuesta de Ana fue una vibración en el cuerpo, que tampoco pudo traducir pero que intentó explicarle, balbuceando un "maquillo mis ojos para ocultarme a mà misma mi propia tristeza".
Luego de enviarle el mensaje, Ana se quedó pensando; sintiendo. No recordaba que otra persona hubiera podido captar con tanto tino algo tan obvio. Tan obvio que ni ella lo habÃa percibido. Ana pensó en sus máscaras; en el maquillaje como un disfraz cotidiano que la anclaba a una tierra conocida. Volvió a rumiar en su memoria los besos de Laura en sus ojos maquillados, luego la lengua recorriendo sus labios, uno a uno, como desgarrando una ciruela madura, roja. Arriba, abajo, en cÃrculo: circulaba la vida, carozo inasible. Y de allà a los ojos otra vez, ya sin maquillaje o en una mezcla de saliva dulce y cosméticos que se deshacÃa, se desarmaba en sus mejillas. Ana iba intuyendo que se desarmaba a la par del maquillaje. Los besos y los huesos pulsaban en silencio el movimiento lento, torpemente delicado de sus cuerpos en esa lluvia de noche. Noche de lluvia; que las hechizó por primera vez.
Mientras le escribÃa, Laura miraba las fotos que Ana colgaba en Facebook. RecorrÃa imaginariamente su boca. A veces colocaba el dedo Ãndice sobre la pantalla de la netbook, justo encima de la boca de Ana. La delineaba, como si estuviera quitando delicadamente una mancha de vino, o un dolor. Se hundÃa en esa boca. Laura conocÃa el rostro limpio de Ana. Sus labios como ciruelas, sus ojos como lagunas tibias. Saladas. Por eso entendÃa el maquillaje, por eso la entendÃa. Quizás Laura hubiera querido algo más simple. Algo menos intenso, algo que no comprometiera su entereza. Pero se descubrÃa observando las fotos de Ana, deseándola como si nunca hubiera deseado y la atraÃa para sà con la fuerza del estómago. En ese nido que es oquedad, cÃrculo, aleteo, ventana, precipicio, vuelo. ElegÃa perderse.
Esa noche ninguna de las dos se prometió nada. El maquillaje y la soledad les impedÃan proyectos. Ambas fueron felices. Fugazmente felices, como siempre que se es feliz: mientras llovÃa, Laura amontonaba soles en un canto inventado y susurrado al oÃdo de Ana:
tibio
solcito
de otoño
en franjaluz acolchada, me cuenta
los muchos otoños
los otros otoños
que no fueron tuyos
aun asÃ
fui feliz.
Lloraron, pero no de tristeza. Lloraron porque sÃ. Porque podÃan quererse. Porque no podÃan no quererse. Porque podÃan no quererse. Llorar porque sà es como reÃr porque sÃ, es un encuentro blando y violento con lo irracional. Eso que a veces sucede y que salva de la locura de no ser y de la rigidez de todo maquillaje. Lloraron porque se tenÃan, sin tenerse. Lloraron sin tristezas, sin maquillajes.
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