El primo Hugo vivÃa en el campo. Su papá habÃa arrendado una pequeña chacrita junto al canal equidistante de Colonia Catalana y la Estancia La Lydia.
El primo Hugo se ponÃa contento cuando yo iba porque entonces podÃa jugar al fútbol. Bueno, es un decir, porque siendo solamente dos chicos apenas si podÃamos patear por turno una pelota. Y a lo sumo ponÃamos dos arcos más imaginarios que reales (porque qué significan unos bultos o unos ladrillos para hacer entrar la pelota por esa raya) y que el otro lo evitase o lo tratara al menos.
Algunas veces cuando yo iba a quedarme unos dÃas, en especial en las vacaciones, claro, él se esmeraba y hacÃa dos arquitos con cañas en un potrero, que por más que tratara de convencerme de que era parejo, frente al recuerdo del piso de la cancha del club, donde yo jugaba siempre me parecÃa precario y primitivo. Y hasta alguna vez traÃa algún otro chico vecino entre los cuales recuerdo a Pinino Bonán y a un sobrino del alemán Alberto Schilling, campeón zonal de bicicleta. Un flaco un poco dientudo que le sacaba chispas al viento cuando de pedalear se tratara.
Del Pinino Bonán recuerdo su entusiasmo y su pelo cortado al rape, muy rubio. TenÃa un hermano, mayor, Walter y una hermana cuyo nombre olvidé. VivÃa en Colonia Catalana, y él, junto al sobrino Schilling jugaba en el Baby Fulbol de la Cooperativa. Ese equipo jugaba con la camiseta de San Lorenzo de Almagro.
Pero esto que trato de recordar, tirando de una hilacha débil, perdida, muy perdida entre los trigales altos y las bandadas muy blancas de gaviotas, está seguramente enclavado en ese lugar donde los sueños recién empiezan y tienen una fuerza y una fantasÃa que luego logran ganar un espacio que dependerá de muchos factores causales y casuales. Por ahora me basta tejer este recuerdo de cuando el primo Hugo me esperaba con no poca expectación armando sus pelotas de trapo, cada vez más grandes, cada más ingeniosas y alisando el rincón de un potrero porque yo siempre me quejaba de esos terrenos que eran para que pastaran las ovejas y él terminaba quejándose de mi delicadeza extrema.
En esos tiempos, habÃa mucha diferencia de información entre un chico de ciudad, un chico de pueblo (como era mi caso) y un chico criado en una chacra como era el suyo.
No obstante con su ingenio trataba de suplir necesidades y falencias y una vez me esperó con una pelota de goma. Ya era un avance.
Ese dÃa estábamos solos y jugamos bastante, con la interrupción obvia del almuerzo porque a la merienda la pasamos de largo.
Lo que no podÃamos dejar pasar por alto fue darle de beber a los caballos.
Mi tÃo tenÃa un sistema primitivo. No tenÃa ni molino ni un triste malacate. HabÃa que uncir un caballo manso a una cadena que extraÃa por medio de un gran balde el agua de un pozo. Al llegar al brocal, se volcaba solo sobre una gran canaleta de lata e iba directamente a los bebederos.
Peloteamos con ese esférico de goma de listones blancos y amarillos hasta que las sombras de la noche no nos permitieron ver más allá de nuestras narices.
Asà fue pasando el tiempo, y los dÃas se repitieron con esa pelota de goma, a veces jugando solos, a veces con algún chico vecino.
Y cuando ya mi tÃo habÃa decidido dejar de arrendar ese pequeño campito de mala muerte, y mudarse a Rosario con Hugo y la tÃa, allà donde estaban sus dos hijos mayores, me vino a buscar. Cuando Ãbamos por el camino al Cementerio con el sulky veloz y traqueteante que tiraba un brioso caballito moro, mi tÃo me dijo que Hugo me esperaba con una sorpresa.
Y me esperaba en el inmenso patio de tierra haciendo picar una hermosa pelota de cuero número cinco, a la cual no dimos tregua hasta la hora de almorzar.
Pero a la tarde habÃa otra sorpresa, empezaron a caer de uno, a caballo o en bicicleta, sus vecinos y amigos.
Allà armamos un partido de hacha y tiza, de esos que no se olvidan, casi casi como los que jugábamos todos los dÃas en la mÃtica cortada de don Angel Pichchello que también tenÃa su gramilla.
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