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Jueves, 6 de diciembre de 2012
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EL PRIMO HUGO

Por Jorge Isaías
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El primo Hugo vivía en el campo. Su papá había arrendado una pequeña chacrita junto al canal equidistante de Colonia Catalana y la Estancia La Lydia.

El primo Hugo se ponía contento cuando yo iba porque entonces podía jugar al fútbol. Bueno, es un decir, porque siendo solamente dos chicos apenas si podíamos patear por turno una pelota. Y a lo sumo poníamos dos arcos más imaginarios que reales (porque qué significan unos bultos o unos ladrillos para hacer entrar la pelota por esa raya) y que el otro lo evitase o lo tratara al menos.

Algunas veces cuando yo iba a quedarme unos días, en especial en las vacaciones, claro, él se esmeraba y hacía dos arquitos con cañas en un potrero, que por más que tratara de convencerme de que era parejo, frente al recuerdo del piso de la cancha del club, donde yo jugaba siempre me parecía precario y primitivo. Y hasta alguna vez traía algún otro chico vecino entre los cuales recuerdo a Pinino Bonán y a un sobrino del alemán Alberto Schilling, campeón zonal de bicicleta. Un flaco un poco dientudo que le sacaba chispas al viento cuando de pedalear se tratara.

Del Pinino Bonán recuerdo su entusiasmo y su pelo cortado al rape, muy rubio. Tenía un hermano, mayor, Walter y una hermana cuyo nombre olvidé. Vivía en Colonia Catalana, y él, junto al sobrino Schilling jugaba en el Baby Fulbol de la Cooperativa. Ese equipo jugaba con la camiseta de San Lorenzo de Almagro.

Pero esto que trato de recordar, tirando de una hilacha débil, perdida, muy perdida entre los trigales altos y las bandadas muy blancas de gaviotas, está seguramente enclavado en ese lugar donde los sueños recién empiezan y tienen una fuerza y una fantasía que luego logran ganar un espacio que dependerá de muchos factores causales y casuales. Por ahora me basta tejer este recuerdo de cuando el primo Hugo me esperaba con no poca expectación armando sus pelotas de trapo, cada vez más grandes, cada más ingeniosas y alisando el rincón de un potrero porque yo siempre me quejaba de esos terrenos que eran para que pastaran las ovejas y él terminaba quejándose de mi delicadeza extrema.

En esos tiempos, había mucha diferencia de información entre un chico de ciudad, un chico de pueblo (como era mi caso) y un chico criado en una chacra como era el suyo.

No obstante con su ingenio trataba de suplir necesidades y falencias y una vez me esperó con una pelota de goma. Ya era un avance.

Ese día estábamos solos y jugamos bastante, con la interrupción obvia del almuerzo porque a la merienda la pasamos de largo.

Lo que no podíamos dejar pasar por alto fue darle de beber a los caballos.

Mi tío tenía un sistema primitivo. No tenía ni molino ni un triste malacate. Había que uncir un caballo manso a una cadena que extraía por medio de un gran balde el agua de un pozo. Al llegar al brocal, se volcaba solo sobre una gran canaleta de lata e iba directamente a los bebederos.

Peloteamos con ese esférico de goma de listones blancos y amarillos hasta que las sombras de la noche no nos permitieron ver más allá de nuestras narices.

Así fue pasando el tiempo, y los días se repitieron con esa pelota de goma, a veces jugando solos, a veces con algún chico vecino.

Y cuando ya mi tío había decidido dejar de arrendar ese pequeño campito de mala muerte, y mudarse a Rosario con Hugo y la tía, allí donde estaban sus dos hijos mayores, me vino a buscar. Cuando íbamos por el camino al Cementerio con el sulky veloz y traqueteante que tiraba un brioso caballito moro, mi tío me dijo que Hugo me esperaba con una sorpresa.

Y me esperaba en el inmenso patio de tierra haciendo picar una hermosa pelota de cuero número cinco, a la cual no dimos tregua hasta la hora de almorzar.

Pero a la tarde había otra sorpresa, empezaron a caer de uno, a caballo o en bicicleta, sus vecinos y amigos.

Allí armamos un partido de hacha y tiza, de esos que no se olvidan, casi casi como los que jugábamos todos los días en la mítica cortada de don Angel Pichchello que también tenía su gramilla.

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