Amenazantes como selvas. Turistas europeos temen morir de cólera en un paÃs extranjero, tal como morÃan de malaria aquellas lánguidas mujeres inglesas en las colonias africanas. En la ciudad nocturna, pasa el camión recolector de basura y se mezclan frituras con frutas salvajes de nombres sonoros, olores amenazantes como selvas. Una perra marrón, en la plaza, hace piruetas tristes junto a su dueño, vestida con una capita roja y raÃda. Dan ganas de llorar.
Mendigos piden monedas y casi mendigos venden de todo: collarescigarrospañuelostarjetasadornospulserasfloresfrutos tropicalessombrerospájaros mÃticosserpientes. Se mira la noche y en ninguna parte hay luna. Guitarras suenan y trompetas y tambores, música de vallenato. Parca, leve, la luz de las velas.
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"Y ya más nada". Entre el sueño y la mañana el viento avanza. En las afueras del aeropuerto de Bogotá, tras ventanales, huele a naranjas verdes y a una luna que asoma en las tinajas. Pica la mano -anuncia dinero- y en tanto un hombre entrega a otro con naturalidad un fajo de dólares delante de nosotros, como si nada, y susurra (casi leemos sus labios): "Diez mil.
Uno de ellos se lo guarda en el bolsillo en el medio de un pequeño recinto con cabinas con teléfonos públicos, en la zona en que se aguarda el puente aéreo. Hablan de modo simpático entre sÃ, hablan sobre cualquier tema y no sobre el origen dudoso de aquel dinero: que qué has hecho el último domingo, qué cómo has pasado las últimas fiestas, que cómo te han dicho que está todo en la ciudad de Cartagena.
Una niñita con moños de colores en el pelo grita en su silla mientras la madre ocupa una cabina y espÃa con desconfianza y con miedo a los dos hombres del intercambio deshonroso de dinero (disfrazado de intercambio casual), en tanto los dos hombres se saludan hasta el próximo domingo como si nada y uno de ellos se lleva los diez mil en el bolsillo interior de su saco azul.
Al mismo tiempo, apenas un poco más allá de la escena, Para que la gente mantenga viva la esperanza, dice un muchacho y rÃe, no se sabe de qué venÃa hablando, pero rÃe, tira un papel en el cenicero de pie en el hall del aeropuerto y se va hacia el aparcadero de taxis.
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Cansancios repetidos. Las voces en el noticiero de la televisión mencionan masacres y sicarios, y todo resulta o se vuelve familiar y simple al lado de la idea reiterada de la muerte.
Las caras de la espera en el aeropuerto podrÃan ser las de cualquier otro lugar de América: son caras de tránsito y de cansancio repetido. No hay juego, no hay sueño ni alegrÃa en el medio de la sala de espera.
Un carro con bebidas. Aguardiente antioqueña, pide un viajero y en la televisión anuncian monótonamente la masacre de indÃgenas en Antioquia. Es casi inevitable pensar en aquella famosa división entre turistas y viajeros. Oscurece temprano en la capital, oscurece en forma leve. Quiero dormir y partir, y ya más nada, como dicen aquÃ, mientras los espejos devuelven fatigada versiones de nosotros mismos.
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Bajo otra lluvia. Recorremos librerÃas de viejo -del viejo trópico- en la ciudad tras las murallas. Vemos correr a una mujer amordazada por la lluvia repentina, una mujer descaradamente feliz que se persigna al pasar ante una gorda de Botero esculpida en el parque, frente a turistas que se guarecen en el portal de la iglesia, agazapados.
Hay ventiladores de techo en el café de Santo Domingo, y es tal como aparecÃan en las pelÃculas de Hollywood las ciudades acartonadas del trópico. Sus aspas deslizan y dispersan el aire caliente, igual a cuando se filtra la arena entre las rocas; un aire caliente y nuevo, un aire que se mueve entre papeles voladores trotando callecitas inverosÃmiles, esquivas. Se enfrÃa en tanto el café tinto sobre la mesa, cesa la calma. ***
Afuera, en la plaza. Sufre la luz sobre cabezas miserables. El ciego baila.
Es un desdichado.
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