Imprimir|Regresar a la nota
Jueves, 13 de diciembre de 2012
logo rosario

Pelota picando

Por Jorge Isaías
/fotos/rosario/20121213/notas_o/08a.jpg

El golpe de la pelota sobre el césped de la cancha pegaba en mi cabeza con el ruido de un gong. Y producía una adrenalina que hacía circular con más velocidad mi sangre.

Ese golpe, ese ruido que daba en mis oídos como un tambor funcionaba como un irresistible llamador que ponía todo mi cuerpo en una situación hueca de templanza, era todo brío y todo deseo de echarme a correr. Saltando los tejidos que me separaban con sólo cincuenta metros de distancia del fondo de nuestro terreno.

Para qué esperar y caminar las casi tres cuadras que formalmente separaban la puerta de mi casa y el portón de la cancha que usábamos para entrar a ese pequeño estadio arbolado, que exhibía algunos juegos infantiles (hamacas, trapecios, subibajas, areneros y hasta una calesita voladora) y una cancha de paleta y por supuesto el campo de fútbol con sus arcos que en los primeros tiempos tenía un tejido de alambre como red, hasta que las confusiones que producía tan incómodo material, un día con razonable actitud, la Liga Interprovincial obligó a sus afiliados a poner redes de piolín para que marcaran el gol con seguridad.

Yo podría escribir sin exagerar que en ese tiempo, la no autorización de correr hacia esa pelota que golpeaba en el suelo podría ser causa de una angustia que cerrara mi pecho. Cuando estaba el sí, de mi padre especialmente, yo respiraba hondo y apenas oía la recomendación de volver temprano me comía el viento, corriendo, y saltando dos alambrados o tres, estaba en un único paraíso en ese tiempo de ilusiones posibles. Si estábamos solos con mi madre era distinto, nunca oponía un reparo, salvo que tuviera que hacer un mandado de urgencia, ya que estos se hacían de mañana y la pelota sólo saltaba de tarde, porque así lo disponía el canchero.

A veces era de los primeros y teníamos que esperarlo. Que bajara de su bicicleta, que parsimoniosamente sacara una gran llave del bolsillo y abriera el cuarto donde guardaba las redes y la pelota, y saliera con ella bajo el brazo y nos recomendara:

﷓ A cuidarla muchachos, ¿eh? Porque la pelota se rompe.

Esos picados eran una ampliación bastante generosa que excedía la barrita de la cortada de la esquina, como decíamos nosotros.

Por lo tanto venían chicos de otros barrios y no sólo los simpatizantes de nuestro club sino del otro también. Había una sola cosa allí que lo hacía todo muy democrático: las ganas de jugar y a veces se mezclaba con nosotros algún jugador de primera división, y que en esos tiempos en los pueblos nadie entrenaba. Supongo yo que vendrían a correr un poco.

En invierno, otoño y primavera, se empezaba a la una de la tarde ya que oscurecía temprano por lo cual debíamos aprovechar al máximo la luz. En verano hasta la seis no empezábamos porque podríamos seguir hasta tarde pero con la cautela de evitar una insolación.

La mecánica era siempre la misma.

Al principio éramos pocos y dos se ponían en el arco, para atajar los tiros que le producía el resto ﷓-por riguroso turno﷓- desde el límite de la raya 18. El que iba llegando se sumaba, y alternábamos con los que cubríamos el arco. Cuando juzgábamos suficiente el número, hacíamos un picado donde elegíamos (en especial los mejores, para que fuera más parejo) y ocupábamos la mitad de la cancha, a lo largo, es decir, de este a oeste. Cuando se seguían sumando, en algún momento ocupábamos la cancha entera. Siempre tratando de ubicar los rezagados con un criterio de justicia y equidad. Como para hacerlo más llevadero al picado y así divertirnos todos, ya que a nadie le gustaba ser bailado impunemente si los jugadores más hábiles desequilibraban la balanza escandalosamente para un lado. Esto se cumplía rajatabla y era casi la única condición que poníamos, y era fácil, porque ya todos nos conocíamos, era raro que apareciera un tapado.

En algunas épocas, no era raro que jugáramos con un poco de público. Algún dirigente, algún jugador como dije antes, algún retirado de la actividad, y curiosos, porque eran los que más abundaban.

Muchas veces he pensado que muchos de aquellos chicos, que llegaron a muchachos y luego hombres, no habrán pensado o sentido alguna vez la comezón de la nostalgia por aquella libertad gozada, disfrutada y perdida hoy para siempre.

También alguna vez he pensado que tal vez hoy quede algún chico que al oír picar una pelota de fútbol se llene de ansiedad como para salir corriendo, saltando y trepando alambrados y tejidos para llegar a ser tenido en cuenta en ese espacio donde sólo reinaba la libertad, el deseo siempre, pero maravilloso de compartir un rato de alegría e ilusión.

Porque todos o casi todos, también soñamos con vestir un día la casaca de la selección nacional.

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.