"No entres dócilmente en esa noche quieta.
La vejez deberÃa delirar y arder cuando se cierra el dÃa...".
Dylan Thomas.
I
Pero el dÃa se cierra sobre aquello que nos rodea y deja delimitado el territorio de la vejez del que no se puede salir ¿Qué hacer, le pregunto a tu voz que me trae el poema desde un viejo disco? Quisiera salir, claro, de esta ciudad en decadencia, donde lo único que parecerÃa estar claro es acostarse bajo un árbol amarillo de otoño (yo los amo, como vos los amas) y dejarse llevar por el sueño y el alcohol hasta que lo que debe terminar termine.
Quisiera, es cierto, no tener docilidad alguna frente a esos muslos que miro, arder en viejos furores, o escribir esas páginas que ya he aprendido a no escribir.
Mirarse en un espejo, en estos tiempos, es una cosa. Pero mirarse en una fotografÃa es otra.
Del espejo podemos huir, aún cuando sepamos que se trata nada más que de la fuga del gato de su propia sombra.
Pero de la fotografÃa. De eso no hay huÃda posible aunque la escondamos entre los libros, o la dejemos caer como distraÃdos desde algún balcón. ¿No serÃa mejor, acaso, dejarse ir como ella, livianos como una hoja? La fotografÃa ya es de los otros, esta en los otros, son ellos los que nos van creando en lo que en realidad somos, apenas despojos de alguna tarde en tu memoria.
Sin embargo, es cierto, tenemos aún cierta avidez por alcanzar lo inalcanzable, los espejismos en los desiertos de Rimbaud antes de su propio desierto, las cárceles de Pound antes de su jaula en Pisa o de su manicomio personal en cualquier sitio del universo. Nos gustarÃa, es cierto, lo entiendes bien, rabiar con el predecible atardecer de todo. Y rabiar con lo poco que pueda haber antes de que llegue, rabiar con las palabras perdidas, para decir no, no aún, nunca llegará el momento.
Pero llega o ya llegó y no nos hemos dado cuenta, no del todo al menos. Pero en la fotografÃa sÃ, en ella parece como atisbarse con nitidez que asusta el final ya presentido.
II
Me gustarÃa saber, además de ese rabiar que me pides, y sólo por saberlo, en qué sitios se van construyendo los muros que no dejan que el poema llegue hasta las manos y ellas después dejen caer las palabras sobre el papel desde la máquina en la que aún me mantengo, pero ignoro bien para qué.
¿Cuáles son los sitios en ese cuerpo (que creo aún debe ser cuerpo) en dónde, en alguna especie de muro, ni tan siquiera un verde follaje, o un laberinto previsible en los sueños, dónde las palabras pierden su sentido? No puedo ubicar esos lugares que nada deben tener de misteriosos y son tan simples: es en los tobillos donde todo se detiene, o en los codos, tal vez en los omóplatos o en las rodillas que tiemblan,puede que en el corazón o el hÃgado, en el páncreas o en el mismo cerebro, que aún algo refleja.
allà los muros quedan fijos y las palabras apretadas sin musgo alguno que al menos las refresque, cuando ellas ya no están tan cercanas, cuando deben haber partido o muerto, ¿en qué lugares precisos ha pasado todo eso o en ninguno y ha ocurrido fuera de lo que soy? tal vez, me digo, ¿pueden volver en el juego del milagro en el laberinto? mi memoria, que quisiera intacta pero no, puede salvarme de las calles que parecen que han perdido todo su pasado, el de mis propios pasos y aquellos y estos y los que aún deberÃan resonar, cazador en la noche de tantos cuerpos devorados, de cafés donde la lluvia creaba ventanales, Pero ahora, allà en la fotografÃa, Apollinaire y el Che, Artaud algunas flores y el rÃo, todo tan intacto en el corcho pegado a la pared, todo tan nuevo en contraste con mi tiempo enmudecido el cigarrillo que apenas aparece como no tocado; pero no estoy rabiando, para nada, entregado a la posible subsistencia en la fotografÃa cuando no quede otra cosa que esa fotografÃa, el silencio de los movimientos entre las formas de sombra de lo que ya no está, y la apuesta a los recuerdos y ciertas comparaciones absurdas.
No tengo las arrugas de Pound o de Auden, pero ni tan siquiera una palabra mÃa puede aproximarse a la de ellos, no soy Artaud en sus primeros años y el Artaud final, el Chet Baker de los comienzos y el del final, sin embargo todos somos de la misma manera intransigente con ella misma pero entregada a ciertos deleites del tiempo en la destrucción, aunque todo sea como aquello del cuento del guatemalteco, siempre cuando uno despierta y mientras despierte habrá un dinosaurio allà quieto entre el esplendor de la hierba.
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