En los temporales que a veces duraban varios dÃas de vientos y de lluvias, mi padre aprovechaba para limpiar sus armas.
TenÃa un par de escopetas, colgadas detrás de la puerta de su dormitorio, en sus correspondientes fundas de género o de lona. Una era de dos caños, no recuerdo su filiación, pero tal vez fuera nacional, y la otra de un caño, de origen belga que era su orgullo. Ambas eran de calibre dieciséis, muy ponderado por mi padre.
También tenÃa un revólver marca Orbea, un treinta y dos largo que en ese tiempo tenÃa el caño oxidado. Un dÃa decidió hacerlo empavonar y se tomó el tren de las 13.30 a Rosario, que iba por el Ferrocarril Mitre. Al poco tiempo volvió con su arma y la mostraba con cierta excitación. En verdad la casa Sachetti, de la calle San Luis, habÃa hecho un trabajo magnÃfico. Estaba reluciente, todo pintado de negro, y a cada visita que aparecÃa, mi padre se introducÃa en la habitación, lo sacaba del ropero donde lo escondÃa en el estante de las sábanas y lo traÃa como un chico que muestra su juguete. El asombro por la perfección del trabajo aparecÃa en los comentarios que hacÃan los que habÃan conocido el revólver cuando mi padre lo mostraba oxidado, ya que lo habÃa comprado a alguien de segunda mano, con toda seguridad.
En realidad las otras armas las usaba para cazar perdices, patos o liebres que iban a parar a la olla o al horno cuando mi madre preparaba el yantar. Nunca cazaba por deporte, aunque era evidente que le gustaba.
Pero con el revólver era distinto. Porque para evitar un robo podÃa haber usado las escopetas. Entonces ese argumento no servÃa para justificarlo. Y además nunca en la vida vinieron a robarnos nada.
Esa arma (no recuerdo si tuvo otra) la tenÃa por gusto. Para probar el pulso, repetÃa. Porque cuando Ãbamos de caza lo llevaba y me hacÃa poner alguna lata sobre un poste y le tiraba para ejercitar la punterÃa. Y alguna vez me hizo probar algún tiro a mÃ, cuya bala se perdÃa en el aire y a mà me aturdÃa el estampido dejándome unos segundos atónito.
Sin embargo nunca dejó que usara las escopetas cuando lo acompañaba en los dÃas de caza. DecÃa, tal vez con razón, que podÃa darme una patada fuerte en el hombro y tirarme al suelo. HabÃa que calzar la culata debajo de la clavÃcula para que el sacudón no fuera muy fuerte, y tenÃa razón.
A mà me gustaba más salir con algunos de mis tÃos, sus hermanos. Ellos eran más permisivos o irresponsables, o en toda caso actuaban como verdaderos tÃos, es decir no tenÃan la responsabilidad didáctica de mi padre con respecto a mi formación, que debÃa hacerme un niño responsable para seguir siendo lo mismo de adulto.
Todos los hermanos eran buenos tiradores ya que habÃan comenzado de muy jóvenes en la chacra del viejo, es decir mi abuelo, porque una de las pocas diversiones que éste les permitÃa a sus hijos estaba en la caza. Para los dÃas en que no hubiera trabajo, que eran casi siempre los dÃas lluviosos, ya que en las chacras de entonces siempre sobraban las tareas: arar, sembrar, desmalezar, cosechar. También el cuidado constante de los animales. Esto, es decir la caza, no era imposible ya que en cualquier chacra que se preciara se disponÃa de varias escopetas, tanto para la caza como para evitar los robos que a veces eran esporádicos y otras frecuentes: en especial los cacos de entonces se dedicaban a las gallinas, por ser más fáciles de trasladar.
Puedo asegurar entonces que todos eran grandes tiradores, tal lo experimenté las numerosas veces que los acompañé cuando Ãbamos en barra. Cuatro o cinco de mis tÃos, mi padre, mi tÃo polÃtico Berto Spagnolo, y un hermano solterón, narigudo y buenazo llamado Luis. Este tenÃa un hermoso y preciado rifle calibre catorce, muy liviano y apreciado por mÃ, ya que era una maravilla, sobre todo si me lo prestaba para probar un tirito, le rogaba.
En estas jornadas que tenÃan el atractivo de la comunión y el afecto, todos se ponÃan de buen humor y las chanzas y las apuestas estaban a la orden del dÃa. Porque mi padre se ponÃa mas concesivo y dejaba a mi elección a quién hacerle compañÃa, que no era gratis sino que yo debÃa cargar con un bolsito las piezas que se fueran cobrando el cazador de turno. Yo, como dije antes, preferÃa a Luis, pero a veces no iba, entonces lo elegÃa a su hermano, es decir mi tÃo, quien me tenÃa mucho cariño.
Alberto Spagnolo tenÃa fama de exagerado y tal vez lo fuera. Un dÃa que fui hasta su casa, cuando vivÃa en las afueras del pueblo justo estaba por salir a tirar unos tiros a un campo cercano y me invitó a acompañarlo. Ni lerdo ni perezoso accedÃ. En un cuadro de dos hectáreas salieron siete liebres. El, mi tÃo Berto, mató cuatro. Un dÃa en una reunión familiar, ya de adulto, yo se lo recordé. Se puso muy contento, porque él habÃa contado esta hazaña sin que nadie le creyera.
Y cada vez que nos veÃamos, me incitaba:
A ver sobrino, contale a estos incrédulos cuántas liebres maté en una tarde.
Y esa era la ocasión más linda para que brindáramos con ese vino espeso que bajaba suavemente por las gargantas cuando todos estábamos juntos y éramos todos felices, aunque en ese tiempo no lo supiéramos.
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