Osvaldo Giménez avanzaba lentamente en el mediodÃa blanco que destilaba fuego. Llevaba tras los pasos cansados de su haber múltiples acontecimientos funestos. Sólo la sombra de su cuerpo herÃa el horizonte hirviente de la vereda de la plaza vacÃa.
Caminaba lerdo. Ninguna promesa de paz tras sus pasos.
El tropel de imágenes sacudÃa su cabeza atropellándola sin piedad.
Le dolÃan en las sienes los recuerdos.
Cada tÃmpano reventaba, al escuchar, otra vez, los gritos.
Y los pasos descalzos se quemaban en la vereda calcinante del misterio.
No habÃa duda: lo habÃa traÃdo al nacer.
Como un simple presagio de los acontecimientos por venir.
No habÃa duda de que en la memoria genética que habÃa presenciado su propio parto todo estaba escrito: una historia de renuncias inmemoriales que lo incluÃan en el historial pétreo de una familia sin porvenir alguno.
Y su sabidurÃa no iba más allá de lo que su memoria biológica le permitÃa intuir.
Osvaldo Giménez no habÃa sido un mal hombre.
Sólo un ser cualquiera, atrapado por las circunstancias.
Los gritos de su madre desgarraban aún los albores de su infancia, sola y callada, enterrada en los espacios frondosos y lejanos de las orillas de un Paraná cansado, tan cansado como sus oÃdos de escuchar siempre las mismas muertes.
Y se nació allÃ.
En un monte crepuscular de un litoral entreverado, de gentes y de idiomas, de indios y de palabras, de vÃboras y de sauces, de yacarés, surubÃes y dorados mágicos.
Y él no era un mal tipo, no.
Nunca lo habÃa sido.
A pesar de lo que todos, después, se animaron a decir.
Era un tipo común, como tantos otros.
Sólo un ser cualquiera, atrapado por las circunstancias.
Encarnado en el aparato del Destino.
Como un hombre más.
Se habÃa nacido en una tierra de gauchos guachos y borrachos, que montaban en pelo todas sus desgracias.
Y él también, desde niño, aprendió a llorar sus penas tras las crines del potro.
O entre los camalotes de las islas.
O bajo el llanto de los sauces, para no sentirse tan solo y abandonado con sus lágrimas de pibe, que lloraban vaya a saber Dios cuál ausencia.
Y los mates amargos de cada una de sus mañanas no le habÃan sabido decir quién serÃa.
Tampoco qué es lo que harÃa.
Y los gritos de su madre le desgarraban aún su presente de hombre, encaramado en los recuerdos vencidos de una infancia borroneada por tantos ayeres olvidados y tantos mañanas postergados en el afán de tener más.
Y teniendo menos cada vez, se habÃa enterrado hasta los tuétanos en los reproches vencidos de su propia imagen, olvidada desde hacÃa ya tanto tiempo, tras los álbumes rotos de las fotografÃas en blanco y negro, aquellas que le narraban desde su turbio retrato sombrÃo todo lo que él, en otras épocas, habÃa sido.
Osvaldo Giménez no habÃa sido un mal tipo, no.
Uno más.
Sólo uno más.
Y entre costura y costura de su propia metamorfosis autogestionada él sabÃa, aunque era evidente que le costaba reconocerlo, que ya no habÃa más remedio para los que volvÃan de ese más allá crónico de esperanzas aguardadas tras las lluvias y de rezos encontrados en las capillas anónimas de los pueblos cansados de este paÃs.
Y como él sabÃa que ya no habÃa más remedio para los esperanzados que rezaban a la Virgencita MarÃa o al San Cayetano por sus desgracias, él habÃa decidido volver a encarar el presente con todas las ganas, con todas las fuerzas, sin esperar que el diosesito de la última hora le bendiga su infortunio.
Y su Destino nunca le susurró al oÃdo suavemente qué es lo que harÃa.
Pero él un dÃa lo hizo.
Se levantó puntualmente, como todas las albas de sus amanecidas mañanas y agarró el facón, aquel facón guacho que tantas otras veces habÃa guardado por miedo a que Mandinga le picara en los dedos rápidos la vena del odio y la sal de la venganza.
Pero sin embargo esa noche Mandinga habÃa dormido tranquilo. Dios también.
El Jesusito de tierra que velaba por todos mientras descansaba en el corazón del monte, durmiendo bajo los sauces, tampoco habÃa tenido ninguna noticia.
Fue Osvaldo Giménez nomás. O el preludio de su destino trágico.
Montó en pelo y se perdió, buscando los gritos que sus tÃmpanos celosos le decÃan.
Y atravesó kilómetros buscando la raÃz del ruido.
Y tuvo que dejar el potro para internarse en el corazón del monte.
Y por miedo a las yararás, él huyó. Se fue para no volver.
Y Osvaldo Giménez, a pata, avanzó, facón en mano.
En el rancho, casi oculto por los árboles, lloraba una santa.
Y los gritos pelados del tipo partÃan la tierra.
Ni un bicho se animaba a reptar en la selva espesa.
Un litoral mojado de lluvias y verdes era testigo.
Osvaldo Giménez avanzó callando. Como el puma mismo que acecha al matar.
Con un grito macho clavó al hombre.
La sangre le pintó el pecho al medio, el rostro espantaba terror.
La santa lloraba, todavÃa acurrucada al piso. Los ojos suplicaban.
El hombre se morÃa en un jadeo estertóreo.
Ella lo sabÃa. El también.
Osvaldo Giménez supo entonces que todo su dolor no habÃa sido más que una promesa hueca.
Una promesa vacÃa de esperanza.
Liberó a la santa de una puñalada.
Y ella aún no alcanzaba a entender nada: acurrucada al piso, gemÃa.
No sabÃa si del llanto acumulado, del terror, del asombro.
Osvaldo Giménez salió.
El alarido de la mujer partió la paz del monte.
No se dio vuelta. Sólo siguió caminando. SabÃa que para él, eso era justicia.
Y se fue tranquilo, caminando.
Con el facón ensangrentado que todavÃa le chorreaba reproches.
SabÃa que habÃa liberado a una santa de la voracidad de Mandinga.
Aunque ella todavÃa no lo entendiera.
Sus pasos enfilaron al pueblo.
Nadie habÃa.
Nadie le preguntó.
Ningún ser habitaba el sol del mediodÃa hirviente de enero, quizá alguna iguana osaba encandilarse inmóvil en sus rayos, quieta cual estatua de piedra.
Y los pasos descalzos se quemaban en la vereda calcinante del misterio.
TodavÃa chorreaba sangre la camisa.
No habÃa duda: lo habÃa traÃdo al nacer.
A pesar de que todos los angelitos del pueblo hubieran rezado para impedirlo.
marianamiranda66@gmail.com
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.