"Las colinas piamontesas son pardas, amarillas y polvorientas, a veces verdes", le escribe en un perfecto inglés Cesare Pavese nada menos que al otro grande, Ernest Hemingway, y luego pasa a relatarle su conclusión del mito que siempre marca a un escritor en la infancia, según siempre repitiera. Y ahora he vuelto a él, para quien el estÃo es la estación más esplendente (de hecho tiene un libro que tituló El hermoso verano).
Con respecto a un paisaje (que iba a escribir mi tierra, pero me pareció excesivo) no podrÃa suscribir sus palabras porque en este caso es siempre verde, con distintas tonalidades con que el sol lo viste. Pero es indudablemente siempre verde, ni un poquitÃn pardusco aunque se podrÃan compartir aquellos caminos polvorientos de mis pagos.
En aquellos tiempos yo podrÃa haber suscripto la pasión pavesiana por el verano, que vista a la distancia fue una estación hermosa porque era el momento en que cesaban un poco las órdenes. No estaba la responsabilidad de la escuela y vivÃamos, por asà decirlo, en un puro abandono inicial.
Descalzos casi todo el tiempo, con un pantaloncito corto, un solo bolsillo posterior, como para un pañuelito, que era cosido por la diligencia de nuestras propias madres. Bolsillito que también protegÃa algunas bolitas, que regábamos al correr a menos que lo tomáramos con la mano derecha (tal la posición de dicho bolsillo), que nos hacÃa llevar de una manera incómoda esa presurosa carrera.
Vestidos asÃ, a veces sin camisa y con un precario sombrerito de trapo iniciábamos las más inocentes travesuras que vieron aquellos tiempos llenos de incomodidades que no veÃamos, carencia que no sentÃamos porque todo era ilusión y ganas de correr detrás de los pájaros, las mariposas, tan libres pero tan tontas o tan ciegas, y otros animalitos inseguros, que en esos tiempos abundaban y que eran presa nuestra, como los sapos y los cuises. Y, en lo posible, la caza de una liebre esquiva.
Las reuniones sociales se hacÃan inevitablemente al aire libre, en especial en los dÃas de carnaval que no puedo dejar de recordar con una especie de nostalgia, como si fuese un bien perdido. Desde el juego con agua durante las tórridas siestas en que nos perseguÃamos a baldazo limpio, hasta el corso y el desfile de carrozas en el atardecer y los bailes que duraban hasta la madrugada, donde los mayores usaban antifaces y se tiraban agua perfumada, papel picado y serpentinas.
En nuestro club estos bailes se hacÃan en la cancha descubierta de básket y como aún no estaba el salón grande del cine y teatro, gran parte de estos bailes se veÃan desde un portón que daba (y da, porque todavÃa existe, no asà la cancha de básket) a la esquina de la Escuela Nacional donde hice la primaria.
Muchas veces las mujeres de mi barrio, mi madre incluida, iban con sus crÃos a mirar desde ese portón de tejido cómo se divertÃa la gente. Y por lo que recuerdo no eran pocas las que iban a pispiar, como gustaba decir ella.
Y una noche en que las mujeres comentaban las alternativas del baile y miraban cómo se divertÃan y cómo los disfrazados hacÃan contorsiones, uno de ellos, con vestido de payaso y con una gran careta se acercó a nosotros.
Y empezó a conversar con ellas. Mejor dicho, se dirigÃa en un tono de reconvención como si entre esas mujeres hubiera alguna culpable. Enumeró sus desgracias, dijo que se habÃa tenido que ir del pueblo y se identificó, y que esa huida se debió a que le habÃan hecho fama de prostituta a su madre. Aunque yo era muy chico, se me hacÃa evidente que lo hacÃa con rencor, con un resentimiento oscuro. Habló un largo rato. Nadie se acordaba de él y sólo una mujer comentó (al parecer conocÃa a la madre) que no estaba enterada, pero ahora gracias a la confesión briosa de este disfrazado (su hijo) se enteraba.
Muchas veces consideré de adulto esta anécdota y las notificaciones oscuras de este personaje que quizás no lo habrÃa pensado, pero que tal vez un trago de cerveza lo motivó a hacer ese descargo que, salvo a él, a nadie interesaba. Y hoy, no sé de qué brasa tapada de ceniza aparece esta anécdota, y aunque recuerdo perfectamente el apellido del personaje, no lo diré, por una elemental delicadeza que él no tuvo hace sesenta años y necesitó emigrar y volver disfrazado para tirar su propio resentimiento a un grupo de mujeres que estaban con sus hijos y sus hijas allà inocentes y mirando serenamente cómo se divertÃan los otros.
Esa noche, con seguridad, estarÃa invadida de luciérnagas y los cascarudos se apiñarÃan debajo de la lucecita de la esquina con gran peligro de pasar a la frÃa garganta de los sapos, cuyo croar se cruzarÃa con el violÃn certero de todos los grillos del verano.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.