Desafiando al clima y al tiempo, parado sobre un trÃpode compuesto de voluntad, memoria y sentido del humor, se lo podÃa ver vendiendo diarios todas las madrugadas de su vida en la esquina de Cafferata y Córdoba. Si las ciudades son sumatorias de soledades, es cierto que existen hombres más solos que otros. Pacucito era uno de ellos. El sobrenombre, al igual que el trabajo y algunos tics, lo habÃa heredado de su padre. Paradójicamente se habÃa ganado la vida vendiendo papeles escritos pero no sabÃa leer. Menor de cinco hermanos, su madre murió joven y su padre decidió educarlo solo. "Yo tampoco sé leer, nunca me hizo falta, le ensañaré lo que le haga falta para vivir, lo otro se lo dará la calle", palabras que solÃa repetir su progenitor.
Las letras eran como hormigas negras aplastadas sobre el papel, "menos mal que no son de las coloradas porque si no estarÃa lleno de ronchas", solÃa bromear. Las veces en que sus hermanos trataron de interferir por él, las discusiones terminaban siempre igual, "el pibe está bien asÃ, no entiendo porqué tiene que ir al colegio, no veo motivo alguno". Estas últimas cuatro palabras eran como los cuatro lados de una lápida que caÃa pesadamente sobre cualquier cambio de opiniones.
Justo cuando habÃa tomado coraje para independizarse, decirle en la cara todo lo que lo odiaba por haberle robado su infancia, el Pacú padre murió en sus brazos una noche de invierno. La mejor de las muertes, un ataque al corazón, consciente hasta el final. Siempre supo que se estaba yendo, de lo contrario no hubiera dicho las frase que dijo: "Acordate que Saccone está suspendido hasta nuevo aviso", o "el reparto se hace pase lo que pase". Esto fue lo que hizo. Mientras velaban sus restos en la cocherÃa Hugo, repartió solo todos los ejemplares. HabÃa empezado a creer en el destino.
Su memoria estaba parcelada en los detalles de una casa, la ventana, parte de la puerta, un tapial, nunca guardó una vista completa de una vivienda. La casa de la vereda rota, la del portón azul, la de al lado de la farmacia, era con las coordenadas que se manejaba, imposible delegar el trabajo. Si bien le gustaba hacer reÃr a sus clientes o hablar de pavadas en la parada, tirar los diarios en la soledad de la noche era encontrar el sosiego. Pedaleaba con él mismo, se preguntaba cosas y silbaba tangos. Para combatir a la rutina, nunca hacÃa el trabajo de igual forma. Más que lo monótono de su tarea le entristecÃa la necesidad que tenÃan sus clientes en recibir el matutino exactamente igual que todos los dÃas, que le aseguraba que todo estaba igual, que no le iba a pasar nada extraño, nada nuevo, que estaba libre de toda excepción, que podÃa seguir durando tranquilo.
Nunca dejó de asustarle la obsesión de don Irineo, que detrás de la puerta, acompañado de su insomnio, tironeaba ansioso desde el extremo del diario que entraba por el buzón. Era como el testamento para un corredor de postas. Representaba el tiempo, otro dÃa más de vida, otro dÃa más sin salir en los avisos fúnebres ni en las páginas policiales.
Sabiendo de su mala punterÃa, apuntaba a las cosas frágiles, como plantas, jarrones, fuentes, asegurándose además que el diario caerÃa siempre en el mismo lugar. Su padre decÃa que La Capital era cosa de hombres, y que la gran mayorÃa querÃa todo en la mano, que desconocÃa todo lo que pasaba en la casa, que el dicho "el cornudo es el último en enterarse, no contaba con una versión en femenino" y que por todo esto, el diario debÃa caer siempre en el mismo lugar.
Alguna vez habÃa escuchado en el bar El Indio que todo hombre que llegara a los treinta con todo el cabello se aseguraba de no quedar pelado. Le dio la razón cuando cumplió treinta y tres y su cabellera negra estaba intacta, pero nada habÃa dicho aquel parroquiano sobre la caÃda de los dientes, que contando con pocas piezas debÃa hacer malabares con su lengua y sus labios para tapar su desdentada boca.
Cuando estaba seguro de que estaba en la vida sólo para verla pasar, una sonrisa eclipsó su sol de media tarde. Pasaje Conde, vecina nueva, lo compraba para la madre, ella tenÃa tiempo sólo para estudiar, pagaba por mes. Aunque trató de ocultar su estado, sus distracciones lo denunciaron. El viejo Irineo se quejaba que le tiraba dos diarios por dÃa. El doctor Fuentes se iba al consultorio sin poder leer las noticias antes. Tardanzas, quejas, errores, sin dudas estaba enamorado. Su amigo Macoco lo llevó a un peluquero nuevo, le cambió el vestuario y consiguió que un dentista amigo le hiciera una dentadura en quince dÃas. Caminó el pasaje dÃa y noche, como si fuese una peatonal. Se animó a hablarle, creyó que la hacÃa reÃr, se imaginó un final feliz.
El mes de octubre fue a cobrarle aquella mañana en que la realidad le abrió la puerta. La madre le comunicó que su hija se habÃa recibido de odontóloga y habÃa partido para España. Estuvo a punto de pelearse con su amigo ante la insistencia de que se volviera a colocar la prótesis, que dejara de comportarse como un chico. Pensó en golpearlo, pero eligió otro camino. Tomó el vaso de agua con los dientes adentro y mientras los arrojaba por la alcantarilla le gritó como para que entendiera: "No la pienso usar más, me entendés, no veo motivo alguno".
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