TodavÃa me acuerdo de la imagen de Roberto, recortada contra la puerta, pidiéndote un cigarrillo... me parece mentira, che, que el tipo se haya muerto, parecÃa tan fuerte, tan vigoroso, tan pleno de salud... A veces las cosas pasan y uno no las puede prever ni dado el caso impedir y parece mentira que el destino de las cosas se nos escape, asÃ, tan de zopetón, che, como si no fuéramos nada y todo debiera de obedecer a un designio divino... Suelen confundirse las hadas con las telarañas de sus deseos, suelen estropearse los duendes por andar tropezando con todo por ahÃ, sin fijarse por donde andan... Pero en fin, che, asà fue como Roberto se nos murió, al principio fue sorprendente, pero después es como que nos fuimos acostumbrando... El tipo tenÃa, vealé, un humor de perros enjaulados... No es que uno dirÃa se enojaba como cualquier otro; no, eso sà que no, se enojaba y era cosa de buscar donde guarecerse porque sabÃa ponerse bien fulero cuando estaba endiablado, sobre todo si tenÃa unos buenos tintos encima... Y sabÃa enojarse bien seguido, era su costumbre, como quien dirÃa su hábito, era más de estar con los malos aires que con los buenos y, bueno, che, el tipo era como era, nadie lo podÃa cambiar...
El caso es que Roberto era del barrio, uno más de nosotros, el alma de la cuadra, como dirÃa mi marido, curioso, chusma, malpensado, metiche, incluso hasta malparido como llegué a pensarlo siempre.
TenÃa dos hijas, vea, una de quince y la otra de dieciocho casi, las dos muy guapas, muy bien calibradas, con el talle largo y dulce y las piernas largas y bien torneadas y los pechos enhiestos, eran casi como la maravilla del barrio, esas cosas que nunca nadie terminó muy bien de explicarse cómo dos criaturas tan extraordinariamente bellas habÃan sabido nacerse aquÃ. Pero pasa que se nacieron por estos pagos, y por más que nadie supiera muy bien explicarse cómo ellas hicieron su vida aquÃ, sabÃan ser muy serias y modositas, no se crea, eran de buenos aires, no como el padre, que sabÃa enfurecerse con todos y con cualquiera por nada que fuera demasiado importante... Algunas gentes decÃan que las chicas habÃan heredado el espÃritu de la madre, que era un sol de luz, que sabÃa ganarse los favores de todos por nada y que todavÃa alumbraba sus destinos desde el más allá.
El caso es que las dos empezaron a cosechar, en forma indiscriminada, casi todas las miradas masculinas del lugar. Eso al padre supo ponerlo mucho más que furioso y por más que ellas no se dieran mucho con los muchachos del barrio, que eran muy del tinto y la cerveza y el potrero sino con los del centro que eran más del estudio, del cine y la biblioteca, supo alterarlo mucho; a pesar de su malhumor permanente y su andar rabioso fue más que evidente que el poder de atracción de sus hijas sobre los masculinos del barrio era lo que lo enfurecÃa a más no poder.
El caso es que de repente la más chica, que era una flor de bella, empezó a coquetearle sin razón a don Eusebio, hombre que si los hay, sabÃa tener el corazón enorme pero también las manos ágiles y el deseo acelerado. Además el susodicho estaba casado en segundas nupcias con doña Raquelinda, mujer muy poco agraciada pero por demás de jodida en todos los aspectos y en todos los sentidos...
La Tere, que era la niña, sabÃa pasarse horas enteras con el don, a veces en su casa, a veces en la plaza, a veces en las tiendas, en fin, en donde se pudiera. Si el señor habÃa abusado de su virtud, era algo que qui lo sá, como dice el dicho, nadie podÃa constatarlo, pero no obstante esto, las voces del barrio empezaron a sonar. La gente es mala y comenta pero cuando todos comentan lo mismo, en general, no se equivocan... El caso es que el Roberto, che, con ese carácter de diablos con el que habÃa venido a este mundo, no supo aguantársela, y salió como diablo que perdió el poncho a confrontar con el implicado. "Somos amigos, nada más", le habÃa dicho la Tere entre risas y guiños de su hermana mayor. "¡Tá bien chula su niña, bien chulita!", no tuvo mejor idea que decirle al padre el don Eusebio, tan pagado y tan seguro de sà mismo, como siempre. "¡El que me toca las niñas muere!" lanzó Roberto abalanzándose sobre el hombre y pelando una faca que tenÃa bien guardada entre la ropa. La lucha fue una, el muerto también. Don Eusebio supo buscarle la vuelta y dominarlo, hurtando el arma de sus propias manos y ensartarlo bien, muy bien, clavándosela en la femoral. No hubo tiempo de nada. Cuando pudo llegar el médico Roberto estaba desangrado, con el último hálito de aire en los agotados pulmones. El velorio fue modesto, pobre dirÃa. La mayor siguió, como pudo, viviendo sola en la casa del barrio hasta que un buen matrimonio con un buen novio supo sacarla de este barrio para siempre. A veces me acuerdo de Roberto, che, me parece mentira que el tipo se haya muerto, parecÃa tan fuerte, tan vigoroso, tan pleno de salud. A veces las cosas pasan y uno no las puede prever ni dado el caso impedir y parece mentira que el destino de las cosas se nos escape, asÃ, tan de zopetón, che, como si no fuéramos nada y todo debiera de obedecer a un designio divino. Suelen confundirse las hadas con las telarañas de sus deseos, suelen estropearse los duendes por andar tropezando con todo por ahÃ, sin fijarse por donde andan. TodavÃa me acuerdo de la imagen de Roberto, recortada contra la puerta, pidiéndote un cigarrillo...
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