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Domingo, 3 de febrero de 2013
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Fotografiando la Zona

La máquina de burlar amor

Por Adrián Abonizio
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"L'Allegoria della vita umana" de Guido Cagnacci (1601﷓1663)

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El pibe que administra las bebidas, el potaje misterioso que surge de la máquina al colocar un cospel, es fiel al trabajo y le atrasa alguna neurona. Los malos de la oficina, que nunca faltan, han conseguido la llave con la que él abre y llena los envases con los productos. Se los han cambiado de orden y cuando alguien aprieta chocolate sale limonada o naranja en lugar de té. Lo acusan de distraído y él admite la reprimenda con hidalguía. Cree que hace todo mal porque está enamorado de la secretaria de la puerta azul y el reto, lejos de entristecerlo, lo enorgullece. Cuando lo echan del trabajo se va pensando que lo despiden por ser protagonista de una historia de amor.

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El tipo es colorado, luce sucio, cansado de la noche tardía y la mañana de obligaciones. Le comenta a un colega derrumbado en la silla de plástico: "Vine de Santa Fe anoche manejando para llegar a instalar este aire hoy... a mí lo único que me despierta es mojarme con un chorro fuerte de agua y manejar sin casco y volcarme agua en la cabeza y en la cara". Uno lo mira y se sorprende que aún este vivo. ¿O será un fantasma sorprendido en la mañana?

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Es bella como una torre de vigilia con un faro en la frente vigilando el amor y las almas desde lo alto sobre una ciudad dormida. Es tan pero tan bella que los muchachones no dicen nada, ni le miran el culito, ni las piernas extraordinarias. Se han quedado en silencio como entristecidos y empequeñecidos ante tanta, tantísima hermosura.

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- Vos tenés que escribir cosas que te pasan, son las mejores﷓ le ordena un escritor a otro-. Como lo hago yo.

Recapacitando deduce que a veces se acuesta con la novia del aconsejado colega.

- No, mejor no-, admite con piedad. Y vanidad.

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En un pueblo de montaña, por el amanecer él la llevó al hotelcito que parecía un monasterio. Se obtenía la llave por una puertita, se abonaba y luego se la devolvía allí mismo, sin verse las caras. Hicieron el amor con ganas. Aunque él se fue pensando que le estaba haciendo un favor, al tiempo empezó a extrañarla y le escribió. "Se va a llevar una alegría enorme", pensó. Pero ella, aletargada en otras cosas pidió disculpas por contestarle a él como si fuera otro. "Me confundí", escribió con exagerada franqueza. Ella que era fea, sola y sin nadie. A él, un macho probado y bello.

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La que vende tiene una voz lastimera, un grito penoso que parece extraído de una letanía, prolongada en la O; tanto que aflige y sobresalta vaya a saberse qué resortes penosos de la selva de nuestro corazón. "¡Chipacitoooooo!", grita y parece que se lamentara en esa O alargada.

Su hija le toma de la manga y sorprendida pregunta si la señora vende chimpancecitos bebés. "Es por como llora", aclara ella. "¡Chipacitooooo!", vuelve a quejarse la vendedora con su O monstruosa final.

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El, quien ha sido destronado de su amor, para luego ser coronado con unas astas firmes. El, quien no sabe cómo vengarse del descaro de ella, de su orgullo y falta de tacto, de la creencia que actuó con lógica, fría y terrible en su impunidad, herido por ello y no tanto porque se ha dado cuenta que ella no lo amaba hace mucho y fingía todo, resuelve la frase que mejor le queda dirigida hacia la vanidad de la dama que cree hacer todo correctamente, hasta las despedidas. Se le planta, mea entre las plantas tropicales y antes de irse, bolso en mano, le susurra: "No ganaste: yo soy tu peor fracaso".

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Desde un celular sin laya ni catadura, geografía ni dueño, hace enviar un mensaje de un tercero inexistente, íntimo y amoroso a su novia en el preciso momento en que están juntos. Toma el aparato, lee apresurado, la insulta, tira el teléfono sobre el sillón y se va dando un portazo. Era lo que precisaba, ese enojo turbio y actoral para poder escaparse con su amante tres días al Uruguay.

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