Tengo un amigo que cumplió sus sueños de vender choripanes en la cancha de Colón y ser el bibliotecario de la Vigil, organizando choripaneadas en la terraza de su casa, en donde se leen cuentos y se cuentan historias. Hace pasar a los invitados al frente, se le ofrece un respetuoso silencio y el invitado tiene la obligación de relatar cosas reales o de ficción, a nadie le importa, sólo vale que sean entretenidas, si emocionan o enseñan algo mucho mejor. Mi amigo aprendió hace tiempo que estamos de paso, que sólo tenemos una sola vida y que una forma de vivir otras es escuchando a los cuentistas, que como él dice es una estirpe que no debe morir nunca, como los griots africanos.
La suma de historias suele convocar al misterio de la magia, las palabras toman vida propia, se entrelazan y forman fantasmas que deambulan por los rincones. El anfitrión enseña que no hay historias mÃnimas, que todas son importantes, que todos somos actores, no sólo espectadores y que todos tenemos algo para decir cuando hablamos realmente con el corazón, única forma de no ser hablados. Vaya entonces como homenaje a este loco de la azotea, uno de los relatos que alguna vez conté entre vinos y choripanes.
No es un dato menor para mÃ, representante de una generación sin computadoras, haber entrado en ella por la puerta de la poesÃa. A principio de los setenta, en esta provincia, se puso en práctica un sistema educativo revolucionario, el sistema de educación intermedio. ConsistÃa en una preparación para un nivel secundario más profundo. En lo particular me marcó para toda la vida. Para empezar, al llegar a sexto grado, sacaron todos los pupitres de principio de siglo pasado y colocaron mesas redondas. Nos sentábamos mirándonos las caras todo el dÃa. DebÃamos darnos vuelta para mirar el pizarrón. Se trabajaba en equipos y dejé de conjugar verbos en primera persona del singular para hacerlo en plural. Nuestro equipo se llamaba Yacaré y todos los trabajos eran en conjunto. Cuando uno terminaba una prueba tenÃa la obligación de prestarle ayuda a su compañero, no existÃa el machete. TenÃamos una maestra por materia y lo original de las opcionales. Cursos que se daban por la tarde y que uno debÃa elegir entre Teatro, CarpinterÃa, Electricidad y Periodismo. Nunca tuve tantas ganas de ir a la escuela. Al finalizar el año guardaba las carpetas en forma de libro entre dos tapas de cartón, atadas con hilo. Ya en la secundaria cuando me pidieron que llevara un poema para analizarlo en clase, busqué en mi "libro" de Castellano de séptimo uno que estaba escrito en hojas a cuadritos y que decÃa: "No digas nada, no preguntes nada/ cuando quieras hablar, quédate mudo/ que un silencio sin fin sea tu escudo/ y al mismo tiempo tu perfecta espada.
No llames si la puerta está cerrada / no cantes si el camino es menos rudo/ no llores si el dolor es más agudo / no interrogues, sino con la mirada..." y allà terminaba, faltaba el remate, el final , la última estrofa. Se me habÃa perdido la hoja y no habÃa solución aparente.
Serrat me dictó un poema de Machado para cumplir con mi tarea, pero lejos de olvidarme de aquellos versos, se hicieron carne en mÃ. Nunca supe el por qué. Tal vez el momento que estaba pasando con algunas muertes cercanas, o por mi necesidad imperiosa de crecer y para lo cual siempre hace falta una dosis de estoicismo, la cuestión es que este poema inconcluso entró y creció en mi alma como en un almácigo. Lo busqué como suelo hacer las cosas, con desprolijidad y cierta desidia. Cuando rastreaba libros prohibidos en las librerÃas de usados, siempre me arrimaba para el lado de los poetas para leer sus obras. Se me dio por pensar que podÃa ser de Almafuerte, o De Baldomero Fernández Moreno, pero no. Pensé en románticos españoles, pero tampoco. Llegué a la conclusión de que era un anónimo y comencé a mirar posters por las disquerÃas. Pensé en dejar estos versos como quien deja de fumar, cuando lo estaba logrando pasó lo imprevisto.
En los noventa, estuve trabajando en la triste tarea de "encargado" en una distribuidora. Entre mis compañeros habÃa un pibe entrañable que me volvÃa loco. Siempre llegaba tarde y era el primero en irse. No se sabÃa de donde venÃa ni hacia donde iba, no era un cÃrculo su origen ni su destino, más bien se referÃa a un cuadrado, porque lo único que sostenÃa era que tenÃa que irse a un lado. Una mañana que me dejó solo descargando un camión, lo esperé enojado y le dije que era mejor para su salud que me dijera de qué lugar venÃa y el porqué de sus tardanzas. Me dijo que se quedaba chateando. En mi ignorancia le pregunté si tenÃa otro laburo, si trabajaba como fletero. "Usted no entiende nada, chateo con la computadora y también navego", me contestó. "Usted tendrÃa que empezar..." agregó.
El miedo a lo nuevo generalmente se enfrenta con una negación, seguida de un axioma. "No me vengas a mà con esa porquerÃa, no hay como los libros", fue mi respuesta. "Si usted se metiera en internet, cambiarÃa su versión de Rutas Argentinas, esa que canta cuando está contento, aprenderÃa que Spinetta escribió ateridos y no adheridos como usted cree", se animó a relajarme. Cuando le pregunté cómo sabÃa eso, me dijo que colocando cualquier estrofa en la computadora, la máquina le completa Ãntegra la composición. Nunca esperó de mà un beso como el que le di. Me acompañó esa misma tarde a un ciber, me buscó una clave, nunca supe porque le puso ese maldito guión bajo. Me enseñó los primeros pasos, coloqué la primera estrofa de mi obsesión y por fin pude calmar mi corazón, cuando apareció en la pantalla: "Y en la calma profunda y transparente/ que poco a poco y silenciosamente/ inundará tu pecho de este modo,/ sentirás el latido enamorado/ con que tu corazón recuperado/ te irá diciendo todo, todo, todo". Francisco Bernárdez.
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