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Lunes, 25 de febrero de 2013
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La condesa y el marqués: los crímenes de la literatura

Por Dahiana Belfiori
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Ilustración: Augusto Warnke (Tinta china, tinta de grabado y acrílico sobre papel. Enero 2013)

Yo entré en un mundo salvaje, ya sin ninguna fórmula; permanezco más dentro de mí mismo en una soledad atroz, inhumana, y cada vez me interno más en este desierto desde el cual, dándome vuelta, vuelvo a ver el mundo que ha recobrado su original y terrible objetividad.

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Mientras leía a Sade, recordaba algunos fragmentos de La condesa sangrienta, de Pizarnik. Más que el recuerdo de los fragmentos, se me presentaba al nivel de los sentidos, de la piel, una especie de atmósfera común. Quizás algo de la belleza que habita la soledad y la locura de los personajes me estremeció. Y la de lxs autorxs-artistas también, porque si Erzébet Báthory en plena Edad Media, -personaje real e insólito, asesina de 650 muchachas- (Pizarnik, A., Prosa Completa, 2003) hallaba consuelo en la creación de su propia eternidad, consumiendo la sangre de jóvenes mujeres; Sade lo hacía creando un universo literario que lo liberaba del encierro físico y lo lanzaba a la inmortalidad de quien se coloca más allá del bien y del mal, o lo que es lo mismo, más allá de toda moral.

Pero además, hay en sus soledades la terrible belleza que todx criminal (¿artista?) posee: la de crear. La condesa y el marqués se emparentan en su búsqueda egoísta e individual, en su goce, en su perversión. La una, la concreta en la carne de la carne; el otro, la actualiza en el cuerpo de la literatura, de la letra escrita incluso con la carne. Y aquí cabe mencionar a la misma Pizarnik, quien como autora, rescata la escritura de Valentine Penrose sobre la condesa, para sumergirse ella misma en la justificación de su propia creación literaria. Es evidente que algo de la condesa fascina a Pizarnik: su "perversión sexual y la demencia", a la vez que halaga la obra de Penrose, aventuro que para poder hundirse en el encanto del personaje: "No es fácil mostrar esta suerte de belleza. Valentine Penrose, sin embargo, lo ha logrado, pues juega admirablemente con los valores estéticos de esta tenebrosa historia".

Si como dice Sartre, el criminal "es él mismo la belleza", es evidente que esa belleza no puede ser otra que la que le viene, le es, en tanto creador de algo nuevo, aún cuando esa creación sea a costa de la anulación de otrxs, o precisamente porque esa creación implica la supresión de ciertas reglas humanas. En este punto, artistas y criminales parecen confluir. Y eso es lo que vieron certeramente tanto Penrose como Pizarnik, al rescatar la historia de la condesa la primera y al revivirla poéticamente la segunda. La condesa, en su extravío, no ve crímenes en sus actos, asiste a la embriaguez de su propia creación. Así también Sade, advierte que toda universalidad o pretensión de tal, no es otra cosa que la anulación de la individualidad, o de lo que hay de más humano en cada individux, que él no ve sino en el ejercicio libre del placer sexual. Sólo que aquí hay una diferencia. Sade escribe. No concreta ninguno de los crímenes de los que habla. Su escritura es su crimen. Su literatura lo es. Como dice Simone de Beauvoir ("Hay que quemar a Sade", 1956): "Al elegir el erotismo, Sade eligió lo imaginario. Mediante la imaginación escapará al espacio, al tiempo, a la prisión, a la policía, al vacío de la ausencia, a las presencias turbias, a los conflictos de la existencia, a la muerte, a la vida y a todas las contradicciones. No es mediante la presencia de la muerte que el erotismo de Sade llega a la plenitud de su cumplimiento: es mediante la literatura".

Sade entonces es un criminal. Como artista, su literatura anula las reglas de la moral humana e invita a pensar en contra de ella. Sade se consagra al mal, como Erzébet. Pero mientras ella lo ejerce sobre el cuerpo humano y sin consciencia de sus actos, en su pleno delirio; él sabe que es preferible la crueldad a la indiferencia y nos lo muestra en su escritura. Quizás por eso nos inquieta tanto: en unas hojas manchadas de sangre y heces, las suyas, nos obliga a revisar los vínculos humanos y sus intenciones y tensiones.

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