El sol le pegó en los ojos al bajar del patrullero y la voz aquella de las advertencias y los presagios regresó con la resolana:
- Es inútil cerrarle los ojos a los muertos... que por más que uno se esfuerce, una vez que están abajo de la tapa... se les abren igual y siguen viendo lo que hacemos los vivos. Nos tienen vigilados hasta que nos morimos y somos como ellos...
Su madre, la que le decÃa estas cosas, estaba muerta hacÃa años y él, puro ojos negros, de perro flaco y figura esmirriada, maltrecha, que se le fue poniendo suave a fuerza de querer ser mujer, la habÃa visto morir de tedio, de soledad, de inercia.
La hicieron pasar a una oficina. La risa se desplegó en las bocas con un reflejo de asco. Algunos, se taparon con los expedientes; otros, más jugados, presenciaron la llegada de la travesti con la curiosidad, morbosa y frontal, de los que se equivocan al pensar que nada puede avergonzarlos. La juventud se le estaba relavando como la tintura de los mechones canosos. En la remera ajustada, sin flores, sin misterios, se adivinaba esa coqueterÃa de murga, copiada una y mil veces a la parte pública de la noche. Se sentó, cruzó unas piernas de jeans y comenzó a mover las uñas plateadas: astillas de vidrio encima de una carne débil. La piel, agredida de maquillaje, conservaba marcas chinescas de llanto. Al hablar, miles de cigarrillos fumados en esquinas desiertas, o en camas, o en autos, despertaron para hacer más imposible la mujer denunciada por el nombre y por los meneos.
- No te olvidés: hay que ser bueno en la vida... que siempre tenés que ayudar al otro porque después Dios te dice, Dios se acuerda...
La madre fregaba camisas de hombres que después se iban como lo habÃa hecho su padre. HuÃan apestados por el amor de esa ruina que daba consejos, las tetas mascadas, abultado el vientre contra el plástico del fuentón.
- Vos no sos mejor que nadie ¿sabés?... vos sos bueno y eso Dios lo ve.
Después de su padre vino otro que le pegaba cada vez que lo pescaba disfrazándose delante del espejo. Y después otro, que ni siquiera lo miraba, pero que cuando la madre estaba muy borracha, lo buscaba y se acostaban juntos.
El sumariante le preguntó el nombre. HacÃa tanto que no lo usaba. AgustÃn, pero siempre "La Colo". El alias hacÃa tan agradable la mentira. En la calle soñaba con que un tipo de plata la levantara en un auto impecable y rojo, siempre el rojo en sus sueños, y la llevara lejos de esa villa llena de sapos y cunetas donde nadie podÃa ser feliz.
Recordó el dÃa en que su último padrastro se fue de la casa. Ejércitos de moscas rondaban la carne recocida en la olla y los restos de grasa. Los ojos lÃquidos de su madre se hacÃan lágrimas de vino sobre el mantel. El calor bajo el techo de chapa, o el rencor o el miedo, falseaban la bondad de aquel Dios invocado en la borrachera.
- Tenés que ser bueno vos... cumplidito... para que el barbudo te ayude y los muertos te quieran más y no te sigan.
El sumariante leyó los hechos con velocidad de hélice. En un instante, cada minuto del procedimiento se edificó enorme y brutal, sobre el escritorio. LeÃdo asÃ, con distancia implacable, lo vivido se traducÃa en potestades legalistas y en arrebatados empujones sin testigos. Y lo peor: se antojaba falso.
Lo primero que hizo, ni bien juntó algo de plata, fue comprarle una heladera a su mamá. La compró usada a una puta más vieja que se iba a vivir a Buenos Aires. Ella misma repintó la puerta que estaba algo oxidada y la puso en la cocina, donde los del barrio la admiraran, como un trofeo. Dos casas más adelante vivÃa una piba joven, la Nicol, que hacÃa poco habÃa tenido un bebé y le guardaba la leche en una conservadora. La Colo pensaba que los chicos eran frescos, llenos de colores suaves, de caricias pequeñas, asà que le ofreció la heladera para que pusiera ahà la comida del nene. Las moscas se fueron de la casa y la bondad llenó la casilla como si fuera luz.
El defensor le dijo que no hablara, que la droga estaba por todos lados, en las camas, encima de la mesa, balanzas, pedazos de nylon, que se abstuviera le dijo. Pero algo, una borra espesa, mordÃa en el pecho y era menester decirlo, sacarlo afuera, para que no molestara.
La Nicol empezó la historia con el pendejo.
- Dice el Tranca que te conoce, que te ve siempre cuando vuelve de la obra. Y me pregunta si vivÃs sola, si tenés lugar porque anda buscando donde quedarse.
Y era cierto. La mujer lo habÃa largado hacÃa unos meses. Le golpeó la puerta a la Colo, campera de cuero negra en ese desparpajo de no pedir permisos para conseguir lugares, trajo una cerveza que se tomaron pausadamente y en lo mejor de las confesiones, le acarició la mano. Para la gente que nunca se ha sentido amada vale un gesto, una broma con sabor a dicha, para volver a confiar. Y además el Tranca era joven, se le acercaba con olor a limpio en la voz, no con la cara verde por la sombra como los de la ruta. El Tranca, aunque la Colo nunca logró definirlo, tenÃa algo de recién abierto a la vida. Si hasta le traÃa flores y se las dejaba en la mesa para que él las viera al llegar en la madrugada.
- Pero nunca te enamores, nunca, porque eso Dios lo castiga. No hay que querer más que a Diosito para irse sin mancha.... para no dejar a nadie en este mundo sufriendo por uno.
- ¿De quién era la droga Rojas? le preguntaron con persuasiva lentitud. PensarÃan que poniendo frenos en la voz, la verdad se revelaba más rápido.
Eso no lo previó. Ni se acordó de los consejos maternos cuando el muchacho se le cayó en sus dÃas. Dejó que se le metiera en la casa con sus suavidades y su moto rugiente, su cinturón de calaveras y sus plásticos de colores. Un dÃa llevó la ropa y otro, una valija de cocaÃna. Aspiraban juntos y se llenaban de sueños, se caÃan en un arroyo de abrazos, impalpable y blanco para despertar frÃos, como los muertos.
- No te olvides que Dios ve todo, sabe todo, igual a los muertos que te dije...
Esa noche pelearon. Por plata, por otro tipo, por la mujer que habÃa vuelto y las ganas de matarla o matarse al escuchar que el Tranca respondÃa a sus gritos con justificaciones barrosas, miserables.
- ¿Qué querés? ¿Qué me siga cogiendo puntos para que vos seas feliz?
Discutieron feo, sÃ. El Tranca le dijo viejo, marica de mierda y él quiso pegarle pero el puño se le hizo paloma que se deshojó en vuelo.
- Mañana vengo a buscar la merca. No se te ocurra cagarme Colo, porque te vas a acordar de mÃ.
ParecÃa premeditado. El silencio que debÃa guardar, la verdad que enturbiaba, los ojos de Dios que la travesti reconocÃa a su lado, en ese despacho, entre las caras que lo cercaban.
En el relato habÃa siempre algo cierto. Ella habÃa abierto los paquetes de la valija, ella habÃa regado la droga por los lugares donde creyó que podrÃan quererse con el chico, ella, andaba por la pieza, aspirando, queriendo tapar la cara de la muerta que le advertÃa por los rincones:
- Y no hablés de nadie. Menos de gente que quisiste. Es mejor guardar el cariño para uno, asà no duele tanto, asà no te molesta.
No escuchó nada. Ni el portazo, ni al Tranca que lo llamó loco y viejo y loco otra vez, ni a la policÃa que llegó porque sus gritos habÃan alarmado a los vecinos. Se veÃa en el hospital, cuando le cerró los ojos a su madre, sabiendo que volverÃan a abrÃrsele en el cajón, para torturarlo.
- ¿De quién era la droga Colo?
En el patrullero, el Tranca, sin esperar respuesta, le puso la mano en la rodilla y lo miró de esa forma que lastimaba, de esa que la Colo nunca interpretó, o interpretó mal, o quiso pensar que era la verdad buscada. Porque en definitiva: ¿qué era la verdad sino un papel en blanco que se llena a voluntad de unos pocos; un engaño hecho para no escandalizar a los justos?
- La droga era mÃa -murmuró en un renunciamiento, con descampada nobleza, mirando los carbónicos en la máquina de escribir. El pendejo no tiene nada que ver. Déjenlo tranquilo.
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