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Sábado, 13 de abril de 2013
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El ojo colectivo

Por Miriam Cairo
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Tal vez porque he trabajado en una empresa de transporte en la que el jefe me miraba como si yo fuera una planilla de seguro automotor y por mis venas no corriera sangre sino la tinta mohosa de mi tarjeta de horario de entrada y de salida.

Tal vez porque antes de ello trabajé en una clínica de pequeños animales y una vez tuve que sostener a un perro viejo al que su dueño decidió sacrificar. Mientras entraba el líquido letal en su cuerpo, por la memoria del animal pasaban, de manera desordenada, escenas de su vida, desde los primero pasos como cachorro, hasta el momento en que un Volkswagen Gol, color celeste, lo atropelló por detrás y salvó su vida por milagro, por la operación de cadera y por los cuidados de su amo. Estos recuerdos, que se mezclaban con retozos en el césped, ladridos de alarma que le valieron el mote de guardián y su plato diario de alimento, se transferían desde su retina color miel hacia la mía color del tiempo, como un legado misterioso, hasta que las imágenes se detuvieron para siempre.

Tal vez porque también trabajé en una agencia de publicidad donde los ojos se usaban desesperadamente, con afanes que lucían el barniz del día y se exaltaban en la noche falaz de purpurina.

O porque en medio de una cosa y otra colaboraba en el aprendizaje de niños y adolescentes, los cuales, después de las clases de lectura me ayudaban a envasar los dulces caseros que más tarde les vendía a sus madres. Aquí también usé mucho los ojos. Sea para mirar los niños, sea para medir el azúcar o macerar los frutos.

Tal vez porque cuando tenía seis años mi padre me miró por última vez y no supe que esa mirada iba a ser la última, por lo que pasé mucho tiempo buscándola en la memoria sin encontrarla, pero a cambio hallé otras cosas que, si bien no tienen que ver directamente con el recuerdo, tienen mucho que ver con los ojos.

O quizás porque una vez tocaron el timbre de mi casa y yo abrí el postigo y quedé frente a frente con la mujer que vino a informarme que mi hermano había muerto, y los ojos de mi hermano, cuando los fui a ver, estaban cerrados. También busqué en la memoria su última mirada, sin encontrarla, por supuesto. Por entonces, a mi mamá los ojos le quedaron falsamente abiertos durante muchos años.

Tal vez porque he mantenido demasiado tiempo las palabras fijas en el horizonte para verlas a trasluz, o porque el horizonte me miró fijo, o tal vez porque las palabras son ojos, o nada de eso, sino que las palabras fueron epitelios de espuma que me configuraron el mapa de los ojos.

Tal vez sea porque una vez me miraron como si yo fuera la única mujer en el mundo y otra vez, como si fuera la última, y otra vez como si yo fuera un cristal que atraviesa la pecera donde yace ahogada la ninfa travestida de pez, y otra vez como si los dedos de mis pies pudieran andar por las puntillas de la bruma, y otra vez como si yo fuera el reservorio de los ecos minúsculos, y otra vez como si yo fuera producto de alguna realidad irrealizable.

Pero tal vez sea porque desde temprana edad adquirí el hábito de mirarme en el espejo antes de irme a dormir, para grabarme en la memoria y reconocerme en los avatares del sueño, cuando yo es otra, o cuando otra es yo. O bien porque a los doce años fui hipnotizada por una mentalista que me extraía los demonios y las gripes por los ojos, o bien porque de tanto mirar la luna las pupilas se me hicieron transparentes.

Tal vez, porque nací en verano, aunque no creo que eso pueda ser motivo para descubrir los vagabundeos de las estrellas fijas ni la quietud de las nubes peregrinas, pero aún así, más de una vez le adjudiqué razones que daban sentido a mi vida al hecho de haber nacido el día de mi nacimiento, como hito existencial, como si antes de nacer nunca hubiera existido. En ciertas noches o días que se hicieron noche llegué a sospechar que al abrir los ojos al mundo por primera vez en el primer día del verano, el dorado esplendor del mediodía también delineó el futuro de mis ojos. Pero también sé que el esplendor dorado fue y vino, fue y vino, más como un detalle a ser descubierto que como una evidencia.

Tal vez porque tuve un amante que me vendaba los ojos y yo andaba por su cuerpo como ciega, descubriendo zonas viejas que se volvían nuevas. O porque tuve una gata con un ojo violeta y otro verde que se llamaba Carmín y le temía a las tormentas.

Sin embargo, tal vez sea porque ando mucho en colectivo y veo a la gente que miro. Sí, quizás sea, sobre todo, por ello. Porque viajo en colectivo y el colectivo siempre está lleno de gente. Y la gente siempre trae sus ojos consigo, y, ya se sabe, los ojos son las ventanas del alma. Evité decirlo porque parece algo tan banal, tan vaciado de sentido, pero yo, que tengo ojos y veo a la gente que miro, digo que semejante verdad, tantas veces dicha, es cierta. Y ahí está el problema. Hay días, en que el alma de la gente que viaja en colectivo tirita. Y cuando bajo del colectivo, sigo viendo gente que baja de otros colectivos, cuya alma también tirita. Sólo por mirarlos a los ojos sé bien quiénes bajaron del colectivo y quienes del taxi. Por eso digo que al problema de mi escritura lo tengo en los ojos. La gente que anda en taxi no suele diferir demasiado de la que baja en colectivo, en cambio la gente que baja de sus autos, maneja otro tipo de alma.

Pero lo cierto es que hay días en que me quedo sin fuerzas para ver tantas almas titiritando y a lo único que atino es a cerrar los ojos.

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