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Martes, 23 de abril de 2013
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Cómo tardan en irse nuestros muertos

Por Marcia Bredice
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Cómo tardan los muertos en irse. Tardan lo que el principio de una ceguera. Son ese lento atardecer de verano en el que no puedo dejar de pensar cuando leo a Borges, o lo último que queda del invierno en los agostos y sobra la lana y no alcanza el abrigo.

Cómo tardan los muertos en irse. Tardan años, décadas, lustros y centurias. Pareciera que el tiempo los ahorrara, como monedas; o que los días de la memoria los lustraran, como mármoles.

Van desprendiéndose de a poco de las fotografías, de los almuerzos, de las resacas somnolientas de las siestas. Queda la silla vacía, el plato puesto y duelen en los paladares los tenedores de Vallejo. Y duelen las veredas y las camas y los sitios por los que caminaron, muriendo. Duelen los dientes postizos y los harapos que quedaron, olorientos, en un rincón de su cuarto.

Qué solos van quedándose los muertos. Tan horriblemente solos, tan horriblemente muertos. Tan aprisionados en sus nichos, tan fríos y tan yertos, que no alcanzan las placas para nombrarlos ni para retenerlos.

Son los sonámbulos del cuento de terror. Deambulan como locos la vigilia de los vivos.

Tardan en irse. Cómo tardan en irse de sus huesos. El brazo largo de sus músculos se despide de sus húmeros y radios.

Se le caen los pedazos, se convierten en cenizas, nuestros muertos.

Se demoran en nosotros para que nosotros no podamos olvidarnos de sus cuerpos.

Juan y Néstor, Ana, Francisco, Ismael, Ernesto, y ahora también María Sofía se me va errando con su mortaja y con su velo. Qué risa retiene en los músculos cuando me ve llorar porque sé que ha muerto. Cuántas veces la sueño elevada en sus zancas piernas, apurándome en el sueño, invitándome a que viaje aunque sabe que no puedo.

Cuánta muerte a cuestas de los muertos.

Se apelmazan en los vasos, en las tazas, en los baúles. Se vuelven cal y canto del filo brumoso de la herida.

Duermen al borde de la cama, enroscados como perros. Bostezan un aliento nauseabundo, nuestros muertos.

Se vuelven salitre, baba de diablo. Huelen a estiércol.

Son la pez hirviente del Dante, la capa de plomo, la entrada al infierno.

Bailan. En la zumba tormentosa de la noche, bailan. Se prenden de las rejas. De los balcones se nos cuelgan nuestros muertos. Si enrollamos las persianas se nos cuelan por los huecos.

Hablan. Por debajo de la almohada hablan. Hablan con eco resonante en las cañerías, en los conductos, en los depósitos.

Traen el olor a moho de las cáscaras podridas, de los algodones con los que limpiaron sus últimos sudores. Traen el olor a aceites de motores en los que anduvieron, muriendo.

Los sentimos vibrar en el silencio huérfano de la noche, donde nadie puede desoírlos, ni hipnotizarlos, ni quererlos.

La memoria los aplaude, los aviva como fuegos.

Tardan. Siempre tardan en irse nuestros muertos.

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