Primero es una nubecita de polvo que el leve viento levanta en un camino de tierra. Luego es mi mirada sobre ese mismo camino que se pierde en el horizonte donde el sol todavÃa alto no permite ver sino los pastos más cercanos a sus costados y la luz que deforma o difumina los contornos y allá a lo lejos una nube más densa anunciando un vehÃculo que se aproxima, pero lo hace tan lento que no aviva la curiosidad un poco apagada que nos acompaña en este paseo que no busca sorpresas sino un placer lento que viene muy hondo, más de la sangre que del recuerdo.
Es un camino que bien podrÃa ser de Haroldo, quiero decir, Haroldo Conti, el de Chacabuco; sólo habrÃa que agregar un par de chicos corriendo con sus hondas y sus tramperas, la cabeza bien alta, con el viento que les arremolina el pelo y les irrita las paspaduras de las mejillas que son una rémora del último invierno.
Ignoramos hacia dónde nos lleva este camino, pero es casi seguro que se hunde en la profundidad de los campos que comunicaba las chacras y ahora es una manga brillosa y solitaria que corta como un cuchillo la monotonÃa verdeoscura de los sembrados de soja y, donde hubo casas y familias, y cocinas con humo hoy sólo quedan grupos de árboles como islotes verdes que resisten en estallantes plumones que son casi breves montañas vistas de muy lejos y una invitación de sombra propicia si uno los observa a la orilla de ese camino que sólo separan de nuestra humanidad esos cuatro hilos de alambres de púas que ocupan un grupo de tordos curiosos, pero no tanto porque al acercarnos levantan vuelo como una docena de carbones lustrosos cruzando el aire limpio y celeste que regala a nuestros pulmones el dÃa templado de otoño, encimándose -uno más- sobre tantas tardes y tantos otoños y tantos dÃas infinitos que están en la respiración y en la sangre pero en esta evocación se nos presenta distinto, o Ãntimo, en esa paz que nos rodea.
A nuestras espaldas está la ruta, y se oyen los motores de los veloces camiones que la recorren como inmensos bólidos cortando el aire que debiera ser apacible.
¿Y si este camino que transitamos nos llevara hasta un pueblo? ¿Y fuera, digamos asÃ, el nexo entre la ruta y ese grupo de casas distantes que forman un pueblo de llanura?
¿Y si en lugar de ser un dÃa soleado fuera gris? ¿Y si fuera un dÃa en que habrÃa llovido pero era ya el escampe, con los pastos mojados y el camino herido de grandes huellones barrosos, marcas de algún vehÃculo muy reciente?
La libre asociación me lleva a un cuento de Saer, La Tardecita.
Ese camino barroso hacia el pueblo es recorrido por Barco, uno de los personajes históricos de la saga saereana con su hermano.
Los dÃas de lluvia eran aprovechados por mi padre en la preparación de sus incursiones de caza en los campos y los bañados cercanos y no tanto, del pueblo y esta preparación consistÃa en la limpieza minuciosa de su escopeta belga -su orgullo de ese tiempo- de un caño, calibre 16.
Previamente habÃa hecho una provisión de cartuchos que él mismo cargaba midiendo y calibrando con un Ãnfimo recipiente ad hoc para medir la pólvora y la municiones, que volcaba con esmero y pulcritud en esos cartuchos vacÃos que habÃa -como el material descripto arriba- comprado en al casa DemarÃa. Allà también se habÃa agenciado de un aparatito para ajustar y cerrar a presión los cartuchos. Iba haciendo todo ese trabajo con minuciosidad, como si le fuera la vida en ello. Yo me sentaba en un banquito y lo miraba hacer. Soñando con ser grande y manejar ese aparatito tan fascinante. Mi madre iba y venÃa de la cocina cebándole interminables mates amargos. Hecha una cantidad que estimaba suficiente, los agrupaba por colores -verdes y rojos- y los distribuÃa en las dos cartucheras con las cuales se cruzarÃa el pecho.
Cuando limpiaba el tiempo, como decÃan los criollos, volvÃa a repasar con una estopa el caño de la escopeta, y con una franela muy limpia la parte externa, en especial la culata de nogal lustrada.
Después de almorzar, me ordenaba traer del galponcito de las herramientas, un bolso de lona muy fuerte, al que le habÃa cosido una tira de cuero para usar cruzado al pecho y portar allà las piezas cobradas.
Ese era mi trabajo de ayudante, que como es de imaginar cumplÃa con infinito placer porque yo amaba esas salidas, que eran para mà toda una aventura.
El perro, excitado por los preparativos nos esperaba en la puertita de tejido que daba a la calle, esperando que abriéramos para salir, raudo y saltaba y corrÃa alrededor de mi padre hasta que le gritaba, entonces, el cuzco, sumiso se ponÃa detrás de él.
Los destinos casi nunca variaban de cuatro: La portada, Puente de la vÃa, Maldonado o El camino del diablo.
Cualquiera de ellos nos llevaba a una cañada por lo cual nos proveerÃa de algún pato para la olla de la noche, aunque al primer disparo, las bandadas, que eran ariscas, levantaban presurosas el vuelo y en principio buscaban un espejo de agua más calmo, o, en su defecto elevaban sus cuerpos en vuelos circulares, cada vez más alto hasta casi perderse en la visibilidad de ese cielo plomizo.
Las perdices certeramente apuntadas por el perro eran más ingenuas y además tenÃan un silbido delator que las ponÃa en evidencia. Su carne era más rica y preciada por lo cual mi alegrÃa era mayúscula cuando iba engrosando el bolso que se me habÃa confiado y que yo llevaba con innegable orgullo. CreÃa que era mi primer paso como futuro cazador, y soñaba con tener tanta punterÃa como tenÃan mi padre y sus hermanos, es decir, mis tÃos.
Con el tiempo noté que en verdad empezaba a sufrir cuando mi padre derribaba uno de estos animalitos con su tiro certero.
Ese silbido de la inocente e inofensiva perdiz era como un flechazo de dolor que me perforaba los oÃdos y llegaba al cerebro con culpas y lágrimas.
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