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Sábado, 10 de junio de 2006
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Una esquina, a las 6.10, todos los días

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El secretario de redacción que me indica los trabajos en el diario donde escribo me ha ascendido, descendiéndome, a cronista. Es bueno que así sea. Me supongo rejuvenecido, aunque no. Mera apariencia. La primera crónica que me encarga: debo pasar todos los días por la esquina de Sarmiento y Rioja, donde hay un edificio público, a las 6.10 de la mañana, todos los días, mejor dicho, de lunes a viernes.

En realidad debo pasar por allí por otros motivos (razones de salud me llevan a un sitio donde se hace radioterapia y mi horario son las 6.33). Pero a las 6.10 estoy en la esquina de Sarmiento y Rioja. Siempre hay gente esperando. He llegado a ver hasta una docena de personas; la vez que vi menos eran cuatro, pero hacía mucho frío y la niebla había comenzado a levantarse. Más que como cronista como si fuera un agente secreto, me mezclo con esos que esperan y da la impresión que seguirán esperando siempre.

El secretario quiere saber: ¿qué ocurre allí? Le doy mis opiniones: se puede tratar de una antesala del infierno, pero nadie lo sabe; un lugar de encuentro de los que en lo que buscan ya han sido desahuciados. El secretario me pregunta: ¿se escribe así esa palabra des-ahuciado? Lo ignoro. Un cronista no sabe eso. Le digo: digamos entonces que es un encuentro de quienes ya se encuentran condenados sin razón alguna que lo justifique. Algo kafkiano, aún cuando al cronista se le ha pedido que deje la literatura de lado, allí, en aquel rincón de la derecha, nunca en ese otro ángulo de la izquierda.

Converso a veces con esa gente: hay jóvenes, que van en nombre de quien ya no puede ir; hay gente más que madura; hay ancianos; todos pueden llegar a sonreír; pero tienen miedo y le tiemblan papeles amarillentos en las manos. Me cuentan sus historias, similares, a veces increíbles, en ocasiones insoportables aunque no falta demasiado para que los que ya han llegado a esas puertas cerradas a esperar; pasen hacia otro sitio en el cual son abolidas todas las esperas. Fíjese, me dice uno, aquí la orden de un juez es bien clara, pero no se cumple. Se preguntará ¿de qué me alimento? No le puedo contestar porque en realidad no lo sé. Otro me dice: hay un número al que se llama gratuitamente donde lo atiende generalmente una mujer de voz joven y de buen humor. Esa mujer le puede contestar desde Mar del Plata o desde Tucumán, pero sería lo mismo que le contestara de la otra cuadra, del mismo edificio aún con las puertas cerradas o desde la Muralla China. La contestación es la misma: lo único que puede hacer, dice una voz, entonces se sabe que sonríe con autenticidad, es pararse frente al edificio en cuestión y hacer una huelga de hambre.

El cronista piensa que en realidad todos los que esperan ya se encuentran haciendo una huelga de hambre y también de otras cosas. Se les nota en la cara un cansancio como de siglos. No esperan hace siglos, pero sí hace años. Alguna vez el cronista pasa más tarde, cuando se abren las puertas, para saber si los que allí atienden se ajustan a algún tipo de monstruosidad. En absoluto. Más aún, el cronista encuentra algunos amigos. Uno de ellos un estupendo humorista que dice al cronista que solamente con un agudo sentido del humor se puede estar trabajando allí sin saber bien de qué se trata lo que en realidad pasa. Una muchacha, que trata a todos con el eufemismo de abuelo o abuela y en realidad quiere decir "viejo idiota" o "vieja retardada" le dice al cronista: "Y pensar que se sigue pensando en alargarles la vida: ¿me puede explicar usted para qué? El cronista le contesta que se trata de una tortura más sofisticada de la que no debe hablarse. Piense usted, agrega el cronista de manera rotunda: los derechos de la ancianidad.

Es cuando un anciano le pregunto con los ojos lo más abiertos que puede: ¿qué derechos? "Estos, contesta alguien de los que esperan, ¿sabe el privilegio que significa poder estar todos los días en esta esquina a las 6.10 de la mañana?". El kiosco de diarios y el café frente al inmenso edificio, donde en un viejo tiempo en uno de sus salones supo haber una pintura que se atribuía a Lucio Fontana, están cerrados. Pero si estuvieran abiertos sería lo mismo. Los que esperan y esperan no se cruzarán a comprar el diario ni a tomar un café. Le cuento al secretario que una de las mañanas encontré a dos amigos, uno pianista de jazz y el otro poeta que también se dedican en sus tiempos libres al libre ejercicio de la abogacía. Les di un abrazo.

Mi curiosidad hizo que les preguntara qué diablos hacían allí: "Estamos tratando de resolver los problemas imposibles de resolver de un amigo medio tonto, por no ser más groseros, que solito se metió en esto; aunque en verdad en esto, salvo los corrompidos, caen o caemos todos para mejor decir". El secretario no me hizo demasiado caso. Mejor, me dice, escuchá cómo tocan Gandini y Jodos, que dejaban escuchar sus pianos por siete canales de audio o algo por el estilo. Escucho y le digo que sí, que son formidables, pero que los dos me dijeron una tarde que les hubiera gustado poder tocar como Jelly Roll Morton, Earl Hines o Sam Price.

Al mismo tiempo me alegro de ser un joven cronista que está lejos, pero muy lejos, de estar esperando a las 6.10 de la mañana, de lunes a viernes, en esa antesala del infierno que se muestra tan poco agradable. Tan desoladoramente absurda, más un melodrama de enredos que una tragedia.

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