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Domingo, 16 de junio de 2013
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Semblanza de los amantes

Por Daniela Moscariello
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Eran días en que el asfalto caliente de la ciudad nos devoraba de a poco como si fuéramos cigarrillos encendidos consumiéndose. El día que te dije que la belleza se paga, no sabía que esa belleza, además, era literalmente encantadora y que semejante intensidad iba a llenarme de culpa. Llevarte a hoteles de mala muerte adonde te maltrataban por exigir un trato acorde a tus circunstancias iba a llenarme de culpa. Tenías costumbres refinadas y esa mujer, la que te maltrató, no había sido una madama como vos dijiste, esa mujer estaba acostumbrada a fregar pisos y tuvo la dicha de llevar adelante ese hotelucho gracias a una mano de algún conocido. Esa mujer ya estaba madura y su cuerpo poco ágil para tanto trapo de piso y baño público.

Sin embargo, tus ojos claros frente al parque, tus ojos aguados por la luz que te resulta insoportable, y esa sonrisa al borde de tu boca, me excitaron de tal modo que nunca pude evitar llevarte a esos lugares horribles, a esos hoteluchos de mala muerte. Cada vez que te reías a carcajadas y nos mirábamos me estremecías. Sabías que esa risa tuya me excitaba hasta la calentura y que tenía que disimular por cierta vergüenza que nunca pude sacarme de encima. Me endurecía y me rozaba aumentando mi excitación. Lo sabías. Entonces quería y necesitaba desesperadamente tener tu cuerpo, estar adentro de vos, llenarte, gozarte, aunque por momentos me sintiera indefenso, desarmado, diminuto. Y no podía hacer otra cosa que llevarte a ese hotel barato y sórdido. Siempre se repetía la misma escena: Después de consolarte por el enojo que te provocaba el lugar, te abrazaba mientras iba desnudándote de a poco. Tan lentamente como para hacerte gozar como a vos te gusta. Te olfateaba, para lamerte, te olfateaba. Las manos, los ojos, todo tu cuerpo. Para verte disfrutar. Para ver cómo disfrutabas en tu goce de hembra desbocada, sabiendo que yo era el responsable de tu placer. Nadie más que yo.

Sentir este poder de gozo sobre vos me desbarataba. No podía manejar el deseo de tenerte una y otra vez. Me crispaba.

¿Cuál era el secreto para que mi paciencia fuese infinita mientras me llevabas al límite? Eras encantadora, sobrenatural. Tan encantadora que no hubiese sido posible sustraerse a semejante animal del deseo.

Eras una leona hambrienta sin posibilidades de domesticar. A cada momento sentía que iba a ser devorado. Exótica y peligrosa, me resultaba imposible alejarme de tus curvas. Yo era tu presa apresada. Yo era tu esclavo para satisfacer todas tus exigencias. Yo era tuyo.

Después de recorrer la ciudad apostando en los juegos nuestros vos siempre querías tener la razón. Yo te hacía propuestas. Te incitaba. Te desafiaba. Te acechaba desde el sexo. La presa apresada apresando. Quería atraparte. Te conocía y lo único que te hacía ceder era que sintieses que te iba a hacer gozar de una manera diferente. Un nuevo modo de gozar que inventabas para nosotros.

¿Cuál era el límite a tanta sumisión de mi parte?

¿Hasta dónde me ibas a llevar abusando del poder que ejercías sobre mí?

Aún cediéndome el poder lo tenías vos.

Cuando te recuerdo recostada en la cama, desnuda y sonriente, con tus tetas como dos grandes monumentos dominando todo, esperando mi boca sobre los pezones rozados y firmes como dos puntas de lanza, recuerdo todo. Cuando ocurría eso, cuando te veía así, recostada, en ese exacto momento empezaba a lamerte. A recorrer con la lengua esas fantásticas tetas. A chuparlas. Siendo parte de esas curvas al cielo. Y después el vientre, deteniéndome en esa meseta tuya sintiendo la suavidad de tu perfume, el incipiente movimiento de las caderas, tu modo de recibirme, tu modo de indicarme más abajo. Que mi boca busque tu sur, que se deje llevar por el calor de tu entrepierna, mientras con las manos le abrís paso al vello ralo. Manos, boca y entrepierna para que el clítoris emerja rey, duro, como una pija hembra.

La boca de los juegos en el juego de las bocas. Mi boca que lame la boca tuya que me lame como una boca inventada por el gozo: tu boca de abajo.

Y después el lazo de los cuerpos entrelazados.

Sentir como la pija a punto de explotar tocaba tu dilatación mojada era pura excitación. Sentir que me recibías hasta el fondo, de a poco, como abriéndome el único camino posible entre tus labios hinchados. Y yo queriendo entrar, entre los espasmos nuestros.

Quedábamos envueltos. Yo entre tus piernas largas que cruzabas sobre mi espalda. Y vos así, envolviéndome y moviéndote instintivamente para encontrar el punto que más te hacía gozar.

Te miraba, como un servidor esperando tu orgasmo, te miraba. En un éxtasis alocado, te miraba mientras me mirabas.

En ese instante pedías más. Necesitabas más. Querías todo. Querías que te diera todo.

¿Qué es dar todo? ¿Qué se pide cuando se pide todo?

Te ponías en cuatro. Mi perro de sed. Con los brazos aferrados a la almohada para que yo siguiera cogiéndote con esa perspectiva perfecta de las nalgas abiertas por mis manos.

Y sobrevenía la intensidad. En una escalada de movimientos sobrevenía la intensidad. Mi pija iba desde los labios húmedos hasta el fondo. Una y otra vez. Apenas salía, volviendo a entrar. Toda. Hasta la explosión de un placer que terminaba con contracciones. Y lo entendías y me hablabas y me pedías y me suplicabas desde tu poder y me dabas tu precipicio para que te diera el mío y me derramaba dentro de tu bendito útero. Decías que, en cada contracción mía, podías sentir como cada chorro de mí golpeaba el hueco tuyo. Y ya no había vacíos.

Todo en vos era urgencia, elevación, contundencia, carnación, delectación gustosa, antojo y lujuria.

Hacías del capricho una virtud, sin embargo era irresistible ver tus berrinches. No sólo me excitaba mirar tus movimientos delicados, siempre sutiles por más enojo que te produjera la mujer del hotel sino que me habías enamorado de una manera insólita, temeraria, inadecuadamente perversa.

¡Cuánta vanidad había en vos, pero qué merecida!

Me seducías de manera inquietante, hubiese ido al infierno si me lo habrías pedido. O acaso me lo pediste y ya estábamos en el infierno, sin saberlo.

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