Eran dÃas en que el asfalto caliente de la ciudad nos devoraba de a poco como si fuéramos cigarrillos encendidos consumiéndose. El dÃa que te dije que la belleza se paga, no sabÃa que esa belleza, además, era literalmente encantadora y que semejante intensidad iba a llenarme de culpa. Llevarte a hoteles de mala muerte adonde te maltrataban por exigir un trato acorde a tus circunstancias iba a llenarme de culpa. TenÃas costumbres refinadas y esa mujer, la que te maltrató, no habÃa sido una madama como vos dijiste, esa mujer estaba acostumbrada a fregar pisos y tuvo la dicha de llevar adelante ese hotelucho gracias a una mano de algún conocido. Esa mujer ya estaba madura y su cuerpo poco ágil para tanto trapo de piso y baño público.
Sin embargo, tus ojos claros frente al parque, tus ojos aguados por la luz que te resulta insoportable, y esa sonrisa al borde de tu boca, me excitaron de tal modo que nunca pude evitar llevarte a esos lugares horribles, a esos hoteluchos de mala muerte. Cada vez que te reÃas a carcajadas y nos mirábamos me estremecÃas. SabÃas que esa risa tuya me excitaba hasta la calentura y que tenÃa que disimular por cierta vergüenza que nunca pude sacarme de encima. Me endurecÃa y me rozaba aumentando mi excitación. Lo sabÃas. Entonces querÃa y necesitaba desesperadamente tener tu cuerpo, estar adentro de vos, llenarte, gozarte, aunque por momentos me sintiera indefenso, desarmado, diminuto. Y no podÃa hacer otra cosa que llevarte a ese hotel barato y sórdido. Siempre se repetÃa la misma escena: Después de consolarte por el enojo que te provocaba el lugar, te abrazaba mientras iba desnudándote de a poco. Tan lentamente como para hacerte gozar como a vos te gusta. Te olfateaba, para lamerte, te olfateaba. Las manos, los ojos, todo tu cuerpo. Para verte disfrutar. Para ver cómo disfrutabas en tu goce de hembra desbocada, sabiendo que yo era el responsable de tu placer. Nadie más que yo.
Sentir este poder de gozo sobre vos me desbarataba. No podÃa manejar el deseo de tenerte una y otra vez. Me crispaba.
¿Cuál era el secreto para que mi paciencia fuese infinita mientras me llevabas al lÃmite? Eras encantadora, sobrenatural. Tan encantadora que no hubiese sido posible sustraerse a semejante animal del deseo.
Eras una leona hambrienta sin posibilidades de domesticar. A cada momento sentÃa que iba a ser devorado. Exótica y peligrosa, me resultaba imposible alejarme de tus curvas. Yo era tu presa apresada. Yo era tu esclavo para satisfacer todas tus exigencias. Yo era tuyo.
Después de recorrer la ciudad apostando en los juegos nuestros vos siempre querÃas tener la razón. Yo te hacÃa propuestas. Te incitaba. Te desafiaba. Te acechaba desde el sexo. La presa apresada apresando. QuerÃa atraparte. Te conocÃa y lo único que te hacÃa ceder era que sintieses que te iba a hacer gozar de una manera diferente. Un nuevo modo de gozar que inventabas para nosotros.
¿Cuál era el lÃmite a tanta sumisión de mi parte?
¿Hasta dónde me ibas a llevar abusando del poder que ejercÃas sobre mÃ?
Aún cediéndome el poder lo tenÃas vos.
Cuando te recuerdo recostada en la cama, desnuda y sonriente, con tus tetas como dos grandes monumentos dominando todo, esperando mi boca sobre los pezones rozados y firmes como dos puntas de lanza, recuerdo todo. Cuando ocurrÃa eso, cuando te veÃa asÃ, recostada, en ese exacto momento empezaba a lamerte. A recorrer con la lengua esas fantásticas tetas. A chuparlas. Siendo parte de esas curvas al cielo. Y después el vientre, deteniéndome en esa meseta tuya sintiendo la suavidad de tu perfume, el incipiente movimiento de las caderas, tu modo de recibirme, tu modo de indicarme más abajo. Que mi boca busque tu sur, que se deje llevar por el calor de tu entrepierna, mientras con las manos le abrÃs paso al vello ralo. Manos, boca y entrepierna para que el clÃtoris emerja rey, duro, como una pija hembra.
La boca de los juegos en el juego de las bocas. Mi boca que lame la boca tuya que me lame como una boca inventada por el gozo: tu boca de abajo.
Y después el lazo de los cuerpos entrelazados.
Sentir como la pija a punto de explotar tocaba tu dilatación mojada era pura excitación. Sentir que me recibÃas hasta el fondo, de a poco, como abriéndome el único camino posible entre tus labios hinchados. Y yo queriendo entrar, entre los espasmos nuestros.
Quedábamos envueltos. Yo entre tus piernas largas que cruzabas sobre mi espalda. Y vos asÃ, envolviéndome y moviéndote instintivamente para encontrar el punto que más te hacÃa gozar.
Te miraba, como un servidor esperando tu orgasmo, te miraba. En un éxtasis alocado, te miraba mientras me mirabas.
En ese instante pedÃas más. Necesitabas más. QuerÃas todo. QuerÃas que te diera todo.
¿Qué es dar todo? ¿Qué se pide cuando se pide todo?
Te ponÃas en cuatro. Mi perro de sed. Con los brazos aferrados a la almohada para que yo siguiera cogiéndote con esa perspectiva perfecta de las nalgas abiertas por mis manos.
Y sobrevenÃa la intensidad. En una escalada de movimientos sobrevenÃa la intensidad. Mi pija iba desde los labios húmedos hasta el fondo. Una y otra vez. Apenas salÃa, volviendo a entrar. Toda. Hasta la explosión de un placer que terminaba con contracciones. Y lo entendÃas y me hablabas y me pedÃas y me suplicabas desde tu poder y me dabas tu precipicio para que te diera el mÃo y me derramaba dentro de tu bendito útero. DecÃas que, en cada contracción mÃa, podÃas sentir como cada chorro de mà golpeaba el hueco tuyo. Y ya no habÃa vacÃos.
Todo en vos era urgencia, elevación, contundencia, carnación, delectación gustosa, antojo y lujuria.
HacÃas del capricho una virtud, sin embargo era irresistible ver tus berrinches. No sólo me excitaba mirar tus movimientos delicados, siempre sutiles por más enojo que te produjera la mujer del hotel sino que me habÃas enamorado de una manera insólita, temeraria, inadecuadamente perversa.
¡Cuánta vanidad habÃa en vos, pero qué merecida!
Me seducÃas de manera inquietante, hubiese ido al infierno si me lo habrÃas pedido. O acaso me lo pediste y ya estábamos en el infierno, sin saberlo.
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