I
Después de que jóvenes heladas dejaron como vidrio roto los pastos y amortajaron delicadamente los frutos, nadie pidió despertar.
Andan recorriendo misteriosamente los arrebatados campos. Nadie los ve correr, atravesando los pastizales, en una alegre cinética por siempre inconclusa. Ella y el viento se hermanarán en la conciencia del muchacho; él será para ella la excusa perfecta para reÃr de vez en cuando, al caer la tarde. Juntos son los animales mÃsticos de raza inconfundible: nadie nunca los vio y nadie los recuerda.
En un incendio murieron más de dos mil árboles. Ella tiembla de frÃo mientras lee la noticia. Qué pueblo miserable, qué tristeza. La muerte le traÃa todos los dÃas una postal del pasado. Y de repente veÃa, como si se tratase de una pelÃcula, su vida en retazos, diapositivas brillantes que observaba hacia adentro, viviéndolas de nuevo, modificando detalles: caballos que dejaron de ser blancos y fueron azules, frutales muertos que renacieron al segundo, un hombre inmóvil en su lecho que de pronto despertaba y sonreÃa.
No importaba, ella estaba más allá de la verdad de todo lo ocurrido, se encontraba ya del otro lado, allà donde lo que se amaba y aquello en lo que se creÃa era tal como se lo soñaba. Y el resto, los trapos de la vida, se desteñÃan y desvanecÃan en una luz blanquÃsima bajo el nuevo sol del milagro.
Mis dÃas fueron nuestros, hoy el tiempo los arranca de cuajo y me los niega. Qué extraño pensar ahora, tan cerca como estoy del sol, que no volveré a ver la primavera. A veces la muerte se parece a un milagro aturdido que nos da la espalda y se marcha tambaleándose, burlándose de nosotros. Amor entrañable, ¿cuándo fuimos más o menos que lo incógnito de una existencia soñada?
Los libros caÃan uno tras otro, como lluvia, de las estanterÃas. Amor, quisiera que olvidásemos los deberes sagrados. El mantel tejido manchado con cera. Esas noches de oscuridad transitada por pies desnudos, cuando el cielo salvaje del verano retenÃa en sus entrañas la tormenta.
Uno junto al otro, en el umbral, silenciosos, inútiles los rostros en esa oscuridad perfecta oliendo a campo.
II
Ella se referÃa a los desequilibrios incautos de los pájaros. Se quejaba, hacia el fin de la tarde, recalcitrando las crines de caballos sagrados que soñaba a veces. Entre las sábanas avanzaba su mano con silencio infantil hasta tocar el libro húmedo. Y donde el desprestigio de la vida huye (nublada la vista toda piedra es alada) estarás frente a la ventana, inclinada en los rosales. Son incontables las hojas, los destellos son espinas. La lÃnea clara de sombra cada vez menos puramente impersonal. El parpadeo de la luz entre los álamos, la presencia absoluta desgranándose a través de las horas.
Recóndito vivir, sonámbulo refugio. En donde el árbol pudo dejar su huella indemne, allà mismo el viento lanzó, infame, su suspiro de pájaros abandonados. No podÃa haber nadie cerca, era un trozo sagrado de tierra fantasma, un cÃrculo protegido que se agrandaba a medida que la tarde avanzaba. No era la belleza atroz de otro dÃa partiendo, dejándolos solos, desnudándoles el sueño: era la tragedia impertinente de una continuidad avasallante, que no cedÃa un sentido Ãnfimo siquiera a las palabras nacidas del sufrimiento.
Creyendo traspasar su corazón, nos lavamos las manos en la niebla. El roce de tu cuerpo en la humedad de la hierba transforma las mañanas que vendrán. ¡Aprendimos a respirar tan solos! El sol declina una vez más, pero quizá no existan caminos de regreso al amanecer.
III
Calma nuestra de todos los dÃas, perros salvajes que vienen y van. La juventud para nosotros es la palabra que ya no puede ser dicha: su falta es todo lo que nos resta vivir.
El té les quema el paladar, se desborda manchando a su paso los recovecos de ensueño. Su triste sabor a campana herrumbrada les vuelve casta la vigilia y sus cenizas, los arroja desnudos, sin ningún pudor, al frÃo espejo azul de la intemperie.
-De rocas estás hecho, y el viento no te horada: cantando su canción inmensa, va besando los árboles camino hacia tu boca, y al llegar, danza girando alrededor de tu forma huracanada. La mano que no suelta arriesga en su caÃda un tenue balanceo. La devoción enmudecida de tus aguas responde con la eterna oscura primavera.
-En tu altura me espejo, me hundo en lo mucho que se multiplica: tus brazos se los das con gusto al viento, te enredás desbocado en el cielo destejido de la tarde. Cerca de la noche escucho mejor tus raÃces rezando casi al ras de la cámara de mi corazón, que te hace eco. ¡Abrà de par en par mi herida, en la garganta, más abajo, entre el delgado párpado y el hueso! Sólo en pocos instantes la vida vuelve a mÃ, cantando asà un dolor cuya hondura no recuerdo. Lo que era blanco en mÃ, ahora es tu espejo. Hay algo de promesa en tu afán despechado de acariciar el azul indiferente.
-Arbol o piedra, me equivoco al dar sombra: las luces son luces al oÃdo. Para eso son las palabras que inventé, para irte con mi soplo ardiendo más: la noche es himno para pocos.
IV
Todos los jardines han muerto, amor de mis regresos, jazmÃn destronado. Se ha suicidado el té con su aroma suave; en un rapto de otoño mi cuerpo se ha empapado en sutil transparencia, volviéndose piedra opaca, blanco mar cegado por un viento maldito.
Sostuve el jazmÃn hasta que el fuego neutralizó la vida en sus cenizas. Desparramado el sueño, libélula expectante, juro que anochecà perfumada en tu alma y desperté, ay de mÃ, filtrada del milagro. Pero aunque los vigÃas diagnostiquen mi ocaso, yo sé muy bien del agua que no sana.
Las cortinas se revuelven y descorren a tu paso. Intentando seguirte me desboco en mi altura. Soy la muchacha insomne que en su propia descarnada garganta persigue la inminencia de tu nombre; la muchacha que huye de borrascas de flores, derrumbada y alegre; la muchacha de harina.
Este dolor que roza amaneceres es como un sexto sentido que, bajo los ruidos del paisaje, sonando como golpes de metales o lluvia, registra un sonido fugitivo buscándome en el aire: es la resaca fina de tu risa primera.
Esa soy yo: rebelde luz fantasma.
-Estoy triste. Quiero que nos sentemos afuera.
-Tomá el té, que se enfrÃa.
-Está amargo, voy a pedir más miel.
-Bueno.
-¿Dónde está el mozo?
-No sé, no lo veo... ¿Qué pasa?
-Nada, quiero más miel.
-¿Querés que nos sentemos afuera?
-No. Hace calor.
-Está lindo el dÃa.
-¿Y el mozo?
-Calmate. Ya va a venir.
-O me voy yo.
-¿Por qué estás triste?
-No sé.
-Está hirviendo el agua, ¿te preparo un té?
-No.
-Pasan las horas, es casi como un cuento.
-A lo mejor, el viento...
-No entiendo por qué te encerrás en impenetrables nuncas.
-De tanto estar presente no descanso, no despierto, nada nuevo.
-Tengo miedo de llegar y que ya no nos quede tiempo.
-Me ves a mà ¿y seguÃs creyendo en el tiempo? DormÃ.
Abrió la ventana, una estampa de nÃtida lejanÃa.
Desde el vacÃo se mece el alba.
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