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Jueves, 27 de junio de 2013
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La elamita

Por Víctor Zenobi
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Heme aquí, a orillas de mi río, en el cual leí el destino de mi gente con los hexagramas que nos llegaron del oriente; el mío fue siempre el del agua en el agua, donde contemplo como la brisa imprime una onda en la superficie del río tal como una palabra surge por el encuentro misterioso entre un sonido y el pensamiento. Signos que son propios del hombre y que fatalmente se intensifican cuando se acerca el fin.

Mi mente se debilita lentamente y los recuerdos de mi vida se hacen confusos, aunque el nombre de una mujer, Danafer y su rostro, se deslizan nítidos como antaño, como si la vida se hubiese tomado un respiro en el momento en que la conocí. Un momento del cual no sospechaba que alcanzase una impensada e inconcebible intensidad. Tal vez todo ocurrió porque el tiempo era propicio y el rey "Derop" atestiguaba desde su carro reluciente el carácter diferente que ostentaba nuestro pueblo. Danafer estaba enamorada de él y a pesar de sus cualidades, sentía una reprimida fascinación que conciliaba el poder con el conocimiento, creyendo ingenuamente que el rey lo poseía. Supe que ambos habían mantenido un romance cuando jóvenes y que Derop al preferir a otra, alojó en Danafer el sentimiento de "no ser la elegida", frase común entre las mujeres que necesitan ser vistas para sentir la existencia.

Para paliar el desengaño, Danafer se unió a un joven Ulsi, cuya precariedad le aseguraba mantener la imagen del hombre deseado. Por supuesto, ese proyecto no podía prevalecer y, tal vez por la necesidad imaginaria de inscribirse en un proyecto exultante, una mañana en que nuestros caminos se cruzaron, ella me pidió si podía ayudarla con ciertos trabajos. Mi padre, me había legado el nuevo saber de la escritura y gracias a ello yo ocupaba un mínimo lugar de privilegio, que servía para ganarme modestamente la vida. En ese momento, la escritura prometía la posibilidad de construir en signos nuestra historia, materia a la que Danafer era propensa. Por supuesto, mi oficio trataba siempre de ir un poco más lejos, navegando entre dos órdenes, el sueño y la realidad, la lectura y la vida y deliberadamente, como una elección que provenía desde el lugar originario de mi pobreza, yo aceptaba la vida como un borrador en donde se inscriben las vivencias que merecen ser recordadas.

Para mí, la escritura consistía en una transformación, una eterna consideración en el cambio, una metamorfosis que liberaba las relucientes falenas cuya vida intensifican la caducidad del segundo en su vuelo durante la perenne primavera, lejos del contacto y del oprobio que el poder genera al paso de todo lo que el poder expande. Intimamente, yo había renunciado a los dioses y a la creencia de la plenitud en la vida, pero ante ella, yo sentí que superaba los meandros lastimosos de mi pasado y creí, tal vez conmovido por la fascinación que entrañan los sueños más profundos, que era toda una mujer. Una mujer que hacía olvidar los destellos olvidables de otras mujeres, una mujer que podía sopesar su cualidad más allá de la inconstancia proverbial del deseo. Una mujer hecha de un tiempo admirable que me impidió reconocer lo que de ella tiempo después me resultó extraña.

Lo cierto es que en su momento ella pareció entrever mi escritura y durante ese tiempo, plagado de reflejos virtuales que se deshacen en el agua, yo me encontré anegado en un saber reencontrado al compartir el amor que sentíamos por el rumor de la lluvia y el contacto de la piel inefable cuando exalta lo que no necesita de palabras. Aunque según las suyas, ella vivía lo mejor que le había deparado la vida. Pese a dudar de lo que decía ya que siempre ciertas palabras tienden a sobrepasar la realidad de los hechos, acepté su ternura, su deseo y creí ingenuamente que su pasión podía como toda pasión verdadera desbordar los bordes convencionales que suprimen el numen de lo verdadero tras el velo de lo convencional. Yo creí no caer en el desconsuelo habitual como suele asolarnos el desengaño de alguna convencional intimidad. Sin embargo, el desengaño llegó de su mano y no fue como suele imaginarse en la violencia de una tempestad o la ráfaga violenta de pasiones encontradas por precisos o inciertos desacuerdos. Fue una brisa suave, leve, incluso de intermitentes y breves vacilaciones que preanunciaban la extensión y la esterilidad de un desierto. Yo intuí que su fragilidad necesitaba sostenerse en otro y en mí tremularon las palabras que no alcanzaban a pronunciarse, ante la distancia que ahora se extendía desde sus ojos. Pero más que mis palabras, eran mis manos tratando de deletrear en la tiniebla, la activa vicisitud del desengaño, el sesgo mortal de la tristeza inscripta en el desasosiego que me impedía despojarme del amar lo que debe ser amado, pues no se trataba ya de lo que promueve la verdad, sino del rostro sin máscara, que presagia el dolor de lo que no puede ser sostenido.

De repente estaba sólo. Por un instante pensé en cómo nos engañan los sentidos y el recuerdo que se vuelve más grande, más poderoso, más helado y a la vez más persistente, de manera tal que ninguna vivencia actual puede acallarlo o hacerlo estallar como si fuese, en su misma abstracción, inquebrantable.

Por un momento, me sentí perdido, pero el sueño me abatió y en él una joven mujer ancestral que se entregó a una muerte voluntaria, me preguntaba: "¿No quieres despertar? Cuando el amor es liviandad, el tiempo lo disuelve enseguida". En ese momento dije: Quiero vivir. Y me di cuenta de que cundí en un grito en el extremo de la voz y en la intimidad del oído. Al despertar decidí alejarme: mi decepción trataba de dejar atrás la prolijidad con que el destino decide las cosas más dolorosas y buscaba secretamente el lugar, el sentimiento o el rostro que volviese a darme un sentido. En tanta búsqueda o al menos tan ambiciosa, comencé a bifurcarme por otras experiencias. Las tierra de Elam eran extensas y bastó que para que yo la atravesase, mejor dicho la viviese en toda su abrupción inhóspita y su falta de corazón, pero llegando al extremo de un cierto cansancio, al abandono de mis fuerzas, roto el espejismo que me ligaba a Danafer y su falta de secreto, emergí con un saber nuevo, como si en la estrategia de la escritura que yo había consolodidado apareciese una doble escritura, un saber doble que me decía: "Esto ha tenido su fin y por lo menos sabes, que tú eres capaz de amar". Ese es el secreto insondable de las relaciones humanas, ya lo verás y era otra voz en mi voz y un eco sonoro que surgía del misterio que ronda la poesía. Ahora me percataba de que esa mujer había pasado de costado y que aquello que surgía inevitablemente de mi interior sólo había tenido sentido para mí. Entonces me dormí bajo el agobio mortal del cielo inconcebible y soñé con el rostro de una mujer que había amado, hacía mucho tiempo, una mujer con un rostro nítido y cercano porque sabía incluso donde encontrarlo. Esa mujer sabía leer no sólo en el trazado de mis nuevos manuscritos sino en la expresión de los ojos cuando claman por el atisbo de ternura y el gesto en la caricia. Ella me decía: supón que me buscas y nos encontramos y que sea como esa vez cuando nos amamos por primera vez. Tal vez tardes un tiempo en encontrarme, tal vez yo ya no exista, pero no te desalientes, al fin de cuentas es suficiente que yo ya haya entrado en tu escritura.

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