Faltaba poco para que saliera la balsa para Rosario. Humberto apuraba el paso y el chinito que llevaba al lado lo seguÃa dando saltos sobre el ripio para no desentonar. TenÃa que dejarlo todavÃa en lo del tÃo Domingo para poder irse, que seguro habÃa que buscarlo en la curtiembre.
El chinito se llamaba BenjamÃn, era hijo de ElÃas y hermano menor de Humberto.
Cuando llegaron a la curtiembre entraron por el portón del costado, y entre la lejanÃa y los aullidos de los perros que avizoraban las sombras de los parientes, refulgÃa el fuego pronto para asar la carne. Domingo siempre tenÃa carne lista por las dudas en la heladera. Estaba oscuro y no se veÃa bien, pero a medida que se iban acercando la silueta indefinida de un sombrero tomaba forma de hombre, un poco enjuto y encorvado, acodado en la tabla irregular que de tanto estar ahà ya se habÃa hecho mesa. Era Mastrochi, un paisano ladino que de vez en cuando se le aparecÃa al dueño de casa, y que a lo largo de la noche, alimentada a póker, ginebra y porfÃa se volvÃa un compañero aceptable.
Domingo parado frente al fuego, resplandecÃa como desafiando al animal en la tarea de pasar lo crudo a lo cocido. Era un hombre solitario, huraño, de palabras que cortaban como un hacha y caÃan como una piedra para el que pudiera escucharlas. Pero lo que no le sobraba en el decir, lo contaba su casa, que estaba abierta a quien quisiera venir sin mucha invitación. El lugar en el que todos los sobrinos se quedaban sin protestar, ahà se los trataba con respeto, es decir, como a uno más.
BenjamÃn entró corriendo y con un leve saludo de cabeza ya se habÃa incorporado a la reunión que entre bucólica y áspera se reunÃa en torno al asado.
El Humberto saludó a los chinos con esa levedad que da la familiaridad, y aceleró el paso para llegar a la balsa. Se quedarÃa por ahà en alguna pensión esta noche y mañana a volverÃa a Goya a buscar al BenjamÃn, que se lo habÃan encargado.
Resultó que la espera de la cocción del animal muerto propició una especie de "confusión de ideas" entre Mastrochi y Domingo. Caña va caña viene y en un rato ya la discusión se habÃa puesto fea y el paisano sacó el cuchillo como para afilar la pelea y calibrar qué grado de seriedad portaba todo el asunto.
TÃo Domingo, ni lerdo ni perezoso se habÃa ido como reptando pa' las casas, y detrás de él habÃa enfilado BenjamÃn como un soldado. De pronto levantó la almohada del camastro austero donde dormÃa y le mostró dos 38, que relucÃan como tesoros en los ojos del sobrino. Estos son mis guachitos, le dijo mientras se los acomoda en la cintura y salÃa con paso decidido en intención y desalineado en precisión. Domingo siempre los tenÃa cerca, y una puñada de balas en el bolsillo.
BenjamÃn prendido del borde del saco: pero tÃo, ¿adónde vamos?... ¡A buscarlo a este desgraciado! En el patio ya no quedaban ni rastros de Mastrochi, que habÃa acusado la maniobra y su estado etÃlico no le impidió actuar con rapidez.
Pero tÃo, si ya se fue, mire. No importa, le voy a agarrar a este cuchillero. Y salieron por la calle lindera a la casa, que era de pedregullo y oscura como la peor noche del infierno. Adivinaban el camino usando como mapa el recuerdo del dÃa. Era una calle con zanjas y BenjamÃn con el cuerpo excitado por la travesÃa y el miedo, tironeaba del saco del tÃo. Impertérrito se conducÃa, sin demostrar más el temor a la oscuridad que al producto de sopesar el peligro que corrÃan.
Para allá, dijo Domingo, con la seguridad que da la borrachera y la valentÃa que da la raza. Pero mire tÃo que en esa zanja hay agua. No, agua no hay, ni zanja hay, contestó con esas palabras que cortaban y caÃan.
Presagiando ya lo que serÃa de visionario y agudo el chinito de grande, le acertó al pronóstico al mismo tiempo que el tÃo caÃa en el medio de la zanja con su obstinado paso.
Parte de la noche se la llevó el intento de sacarlo del medio del barro, donde habÃa caÃdo con traje, pantalón de fajina y zapatos acordonados siempre lustrados al máximo. Pero el chinito lo logró; igual a desvestir al tÃo para acostarlo ya no llegó, y la cama blanca donde dormÃa habÃa tomado el color del rÃo para cuando despertó. Cuando se vio, BenjamÃn todavÃa seguÃa dormido al lado medio sentado medio acostado, como queriendo mantener la posición alerta del cuidado.
De un grito: pero sobrino ¿qué es esto? A BenjamÃn, todavÃa dolorido, le llevó un buen rato contarle la noche pasada, entre que le agregaba detalles heroicos y llevaba adelante la difÃcil tarea de devolverle al hipnotizado su memoria.
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