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Jueves, 18 de julio de 2013
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El bote

Continente

Por Beatriz Vignoli
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"Los áureos carámbanos gofraban la embravecida pestilencia y su esplendor/ oh camaradas/ allí donde enlentecíamos con nuestros propios cuerpos el fragor/ y su gélido vértigo/ cuánto imperial rugido, ensañándose en la yerbita del ser/ tan verde oliva/ tan frágilmente niños bajo la aplanadora del viento en ignición/ oh camaradas".

-¿Y esto?

-La canción de guerra del soldado Aguirrezabala -recita Irazusta.

-¿Escribió poemas? ¿Agustín?

-Yep.

-¿Inéditos?

-Yep.

Páginas y páginas y más páginas oficio. Recién hemos abierto la primera caja.

Irazusta me mira con sorna. Henos aquí como resultado de una negociación.

Llevábamos tanto tiempo en la parada del 107 sin decidirnos a nada (ni yo a subir, ni él a subir conmigo, ni yo a dejar de esperar el próximo colectivo de la línea, ni él a dejar de acompañarme en la espera, ni yo a volverme a pie, ni él a sacar el auto para llevarme, ni ninguno de los dos a llamar un taxi) que cuando finalmente me propuso caminar conmigo hasta mi casa y yo comprendí lo arriesgado y comprometedor de la situación, y le dije que no, ninguno de los dos se movió. Quedarme era otra opción. ¿Pero dónde? No en su casa. Era un terreno tan poco neutral como la mía. Cerca de los cincuenta años de edad este tipo de cuestiones se complican, fractalmente, diría. Y ni hablar si una de las dos partes es médico y tiene una guerra encima y guarda secretos de interés público que la otra parte tiene curiosidad por conocer, y el poder de divulgar.

Entonces Irazusta, alias el Colorado (cuando hubiera sido tanto más sencillo apodarlo el Vasco, pero es que para vasco ya lo tenían a Aguirre) propuso una solución neutral. Simplemente sacó un manojo de llaves del bolsillo de su campera y dijo:

-¿Adiviná qué es esto?

-Son llaves.

-Claro, ¿pero de qué?

-No sabés de dónde son y tenemos que ir probando, casa por casa...

-¡Qué surrealista! Son de la casa de Agustín Aguirre, que queda acá a la vuelta.

-¿Pero podés entrar? ¿Y la abuela?

-Falleció del disgusto poco después que el nieto, ¿no te enteraste?

-No. Qué pena.

-Mucho no investigaste, vos...

-¿Y la familia?

-En litigio y sucesión. O a nadie le importa. Por ahora.

-¿Estás seguro de que nadie cambió la cerradura?

-Probemos.

Y probamos. El chirrido de la puerta de calle al abrirse detonó un canturreo frenético de pájaros. En su jaulón de la galería, habían sobrevivido todos perfectamente, alimentados por Irazusta, quien dedicaba, según me contó, sus ratos libres a cuidarlos. Pasaba, me dijo, algún que otro sábado a la tarde en el fondo del jardín, al sol, tomando mate en su sonora compañía. Era mejor que las interminables noches de guardia. Ningún vecino había preguntado. Lo suponían un pariente, quizás. Lo mejor de todo, según él, era que había podido salvar los poemas, que en las garras de la parentela quién sabe si no hubieran ido a parar al tacho. "Aguirre fue, de todos nosotros, el único al que su familia recibió con frialdad y suspicacia. Salvo por los abuelos, quienes se resignaron a tenerlo. Al abuelito le quedaba poco y los dos necesitaban alguien que se hiciera cargo de las tareas pesadas: el cuidado del jardín, la limpieza del jaulón, alimentar a las aves". ¿Qué tiene de pesado alimentar a las aves?, le pregunto y me señala una bolsa de alpiste de diez kilos, apoyada contra el muro de la galería como el resto de alguna barricada.

Como si la casa fuera suya, Irazusta me guió primero por todo el dominio, hasta el tapial que hacía de medianera con la propiedad lindante, e incluso más allá: si uno se paraba en el borde del parrillero y se agarraba del tapial, podía ver las naranjas en los naranjos del naranjal del vecino. "Agus les decía así, desde chico; era un chiste familiar". No quise seguirlo pero él, tozudo, se subió y sacó una foto con su celular. Me la mostró. Vi cinco redondeles anaranjados sobre un fondo verde oscuro. Recordé el título de un cuadro que Juan Pablo Renzi pintó para el pintor Augusto Schiavoni: El señor de los naranjos. (Estábamos en zona Schiavoni: un universo de patios de barrio).

-Volver al continente fue volver acá -murmuró él, como leyéndome la mente.

Era importante saber si la casa me había aceptado. Tenía un alma propia, la casa.

-No pises ahí. Ahí, bajo el jazmín del país, enterraron al perro.

-¿Y el perro? ¿Ese perro negro que nos seguía?

-En la vereda, de guardián. Todo va a estar bien -dijo Irazusta.

Entonces volvimos sobre nuestros pasos, a través del comedor oscurecido por las cortinas, por el pasillo embaldosado en negro y sepia que parecía un tablero de ajedrez para gigantes, y entramos en la habitación de Agustín. Sentí una presencia ahí. Pero no tuve miedo. Irazusta abrió la ventana que daba a la calle. Entró el sol. Vi el lapacho de la vereda, o uno de ellos. Vi la caja que Irazusta había dejado sobre la mesa en su visita anterior. Los papeles, cuando él la abrió y los sacó, temblaron como si estuvieran vivos.

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