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Lunes, 29 de julio de 2013
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Puedo tejer la verdad como la araña

Por Marina Maggi y Pablo Serr
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XVI

Mamá:

aprovechando que todos se fueron al río, ahora que estoy tranquilo te escribo para contarte que me cambiaron a la sección de repartición, así que ahora me la voy a pasar andando de acá para allá.

Todavía no sé cuándo tengo franco, pero esta semana no voy a poder faltar. Espero poder ir pronto y enterarme cómo va el campo.

¿Vos cómo estás? ¿Cómo te sentís? Espero que mejor que la semana pasada. Apenas te llegue la carta contestame.

Decile a papá que él también me escriba, hace mucho que no sé nada de él.

Los tengo que dejar, un abrazo grande.

Manuel

XVII

Una alameda regia, transparencia llagada por la cruz de tu entierro, que avanza lentamente por el camino...

La noche aún por llegar, témpera silenciosa, calesa de fulgores penitentes: el excelentísimo drama del aire, una malformación de cruces, luces y sombras.

Cruza el rostro que mira a un paso de la desaparición: no sabe el polvo de tan finas abstracciones. Un vago recuerdo de sábanas que estorban, la agitación de una última rebelión infantil, feliz, redentora: la canción que entona el cuerpo para despedir la pesadilla última del tiempo.

Como de un sueño despertamos, y no volvimos a dormir.

XVIII

Ella le contó cómo se balanceaba en la dulce espera de su cuerpo. Lo anhelaba, así lo dijo, aunque con otras palabras.

Tan lentamente, tan tristemente, tu figura, espesa, se deslizaba por la superficie del sueño, de ese gran sueño, emparentada con una cierta inmortalidad sin forma, sin voz ni contenido. Me aferraba a esos ojos como a dos clavos calientes: una esfera exacta, irresuelta. Y de repente, de manera asombrosa, el jardín, como tus manos y tus pies, se abrió en silencio dejando escapar sus dones al espacio sin piedad. Habías resuelto lo que nosotros ya sabríamos.

En el sueño, lo que yo llevaba era tu nombre oculto entre la goma de los zapatos y la piel. Invisible, inválido, me arrellanaba en el hueco de tu larga, inhabitada sombra, y toda ella silbaba a mi oído una dulce aunque triste canción. Soplaba un viento de tormenta que honestamente preferiría olvidar. Me decía: "aquí hay alguien". Sin saberlo, te presentía. Era la voz en el espejo, en su figura errante, palpitante, y mi boca que burbujeaba un nombre.

Ustedes dos lo abarcaban todo, y yo fantaseaba con que pronto seríamos tres. Tu madre robaba amuletos al espacio henchido del firmamento. Y los dos juntos bautizábamos aquellos astros que tanto se nos parecían en las noches de frío, cuando éramos tan mínimos e indestructibles. Un año después te miré: caminabas minando de pequeñas huellas el suelo mojado. Con sólo una luz tus ojos trazaron mil figuras humanas.

No podía contener mi emoción: cada noche volcaba mi alegría en tu cuna, mis historias se arremolinaban sobre tu frente, hasta que el sueño me alcanzaba bendiciendo tu alma. Cualquier cosa que te haya dicho en ese entonces, hoy es puro cristal hecho añicos.

XIX

Se inclina hacia adelante, acomodándose la almohada tras la espalda. Simples canciones, poemas hechos para una música que alguna vez resonó muy cerca, cuando la ternura era un horizonte afín, siempre presto a acercar los cuerpos en su ocaso. Dejó el libro a un costado y miró por la ventana: cómo caía la tarde, qué tan finamente podía ella, en su postración, repetir en ecos del recuerdo el canto de las aves últimas, dibujando la ensoñación incierta que arrulla a los árboles. El espacio hundido del silencio de su propio grito, el grito negado a sí misma, envuelto inútilmente en gasas blancas: un grito sepultado que rasguña el pecho que lo contiene. La blancura se acerca más y más hacia la pálida musculatura del muy leve gemido crepuscular.

Con un dedo meticulosamente atento a la rugosidad casi cerebral del mantel, ella lo espera. Le parece estar viéndolo surgir como maleza entre las sombras. La puerta se abre con un sonido apagado, oscuro, como la tapa de un ataúd que se cierra: el suyo propio.

El silencio. Los grillos. La desesperación y el dolor que tiemblan junto al miedo, un miedo que jamás se confesó a sí misma: el terror de los ladridos lejanos en el ocaso, sumergidos en la espiral siniestra del tiempo que desciende.

XX

Podrías morir, es más: podrías no sospechar tu propia muerte y morir mansamente, como mueren los bienaventurados y se van al cielo. Por más que vayas en otra más extraña e infinitamente más preciosa dirección. Para que otros ronden tus cabellos al amanecer. Tan humana que pronto me será más fácil reconducirte por la senda de la luz. Te rescataré. Me sumergiré, llevaré la luz allí donde la oscuridad es más negra y real. Abriré mi corazón y a corazón abierto te indicaré, con palabras translúcidas, dulces, la triple senda del amor. Y besaré tus manos: frías.

Correrla por caminos escarpados. Socorrerla cuando se haya herido.

Completamente desorientada, tomarla levemente y con los labios resolverla. Si es un misterio, un enigma, una fórmula, una ecuación. Sin más palabras que las que son y fueron mucho antes, incluso, de nacer.

Delante de un espejo que late y dice:

-Amor, ahora es mi cuerpo tu cuerpo y naufragio... y féretro y todo... todo. Por amor. Ya no te pienso. Vos me pensás a mí desde adentro.

-Parece tan sencilla la luna, y sin embargo no lo será nunca. Cuando me asaltaban cadáveres del viento, tanto este otoño último te lloré.

Esa imagen es más que elocuente, ese signo, esa piedad. Es más que eso: un cascabel, un llamado de alarma, un acertijo prolongando obedientemente el llanto.

-Por favor, ¿necesario? ¿Tan necesario?

Uno es una goma que se estira y aun debería ser más flexible que eso.

Como una línea del tiempo pero más real, concreta, analizable.

-Te doy la llave, pero no la vayas a girar.

A la hora de comer. A gran velocidad, la velocidad de la locura. Asfixiante. Y mi amor últimamente se ajusta perfectamente a tus horas donde estés. En el día, en tu voz, bajo la luz clara del sol y de la luna, la semilla insurgente de mi muerte. Un espectro sin dimensión. Para creer que es posible comer de tu mano otra vez.

-¿Y qué de mi cuerpo? ¿Y qué de mi supuesta mutación? ¿Y qué del estrecho mundo que ahora nos separa?

Así se urdió y perfeccionó esta sangre, en el interior de un cuerpo torturado. Tus ojos al ponerse el sol ya se habían ido. Te rondaba, se posaba en mí.

XXI

Fumabas tumbado en el sofá, los ojos dramáticamente abiertos. Te reías de mí. Nos reíamos juntos. Yo escribía... sobre tantas otras cosas. Antes, mucho antes de que yo existiera así. Tomabas mi mano, la guardabas como en secreto entre las tuyas. Me besabas y oías lo que mis palabras no decían. ¿Quién me oyó desde entonces? ¿Quién? Como si hubiera clavado este silencio una estaca en mí.

La mayor parte de las veces, girar. Me dejaste esta sonrisa fresca en los labios aquella primera tarde de primavera que pasamos juntos. Todo lo que te haya dicho, prácticamente no existe. Nada más incierto hoy que esa mirada. Una palabra... la transpiro al amanecer. Doy mil vueltas en la cama, me debato inútilmente entre la muerte y la vida que me espera. Sueños locos del pasado, hoy y siempre. El problema, por lo demás, no son tus ojos, que pronto se abrirán, o esta agonía acuciante y longeva como el mar. Es este aullido interpuesto como un fruto eternamente maduro y que no cae, atascado tercamente entre mi corazón y el de los demás. En esta habitación. Y encendí la lámpara. Obligué a este cuerpo a librarse de todo calambre, de toda humillación. ¿El alma? Se quiere ir y se irá, la dejaré. Puedo tejer la verdad como la araña, sola en un rincón, siempre de noche. No importa lo tarde que se haya hecho. No importa si ya salió el sol y hace mucho calor. Mi rostro arde en silencio.

Nunca más pronunciaré tu nombre. Ya siento caer sobre mí todo el peso de mi voz.

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