A Fernando Clérici, i.m
Al hombre lo recuerdo con su atuendo de trabajador rural; bombachas, camisa de tela resistente, gruesas y de color verdoso, calzando alpargatas siempre y en la cabeza una boina pelusienta. Cuando se la quitaba para sentarse a comer, una calva brillaba en su cabeza perfecta.
Se habÃa casado con una cuñada suya, viuda, que tenÃa dos hijas de su hermano, la cual era dueña o arrendaba una chacrita minúscula.
Como no les daba para vivir tenÃan que salir a juntar maÃz cuando era la época y algunas otras tareas de las chacras vecinas, incluida en la de otro hermano donde de muy chico lo conocÃ.
Con esta mujer tuvo una hija, a quien bautizó MarÃa Eva, ya que su condición, su identidad, estaba marcada fuertemente por su peronismo visceral y auténtico.
Como carecÃa de casi todo, incluso de radio, un vecino suyo lo invitaba a oÃrla algunas noches aunque éste fuera radical, pero no alteraba esa condición los gestos de buena vecindad. Esta generosidad llegaba al extremo que debÃa compartir los discursos de Perón, a lo cuales el hombre calvo era muy afecto, como es obvio suponer. Esa bondad primaba por sobre las ideas polÃticas, algo, al parecer, muchas veces difÃcil de entender.
En esa chacra donde por primera vez lo vi por circunstancias ajenas a mi voluntad, ya que allà coincidÃan algunos matrimonios, entre ellos mis progenitores, me llamó la atención cierto aire juvenil y cómplice que tuvo del primer momento conmigo.
En aquellos tiempos, la gente mayor nos trataba casi como a objetos, asà que cuando un mayor ponÃa su atención en nosotros nos sentÃamos halagados y lo seguÃamos con fidelidad cuasi canina.
Este hombre calvo, este hombre bueno no exento de inocencia tenÃa -según entendà con los años- dos pasiones excluyentes: su peronismo y la minuciosa atención que la provocaban los caballos. Me hablaba largamente de ellos. De sus pelajes, de su condiciones, de su alzada y de sus remos, de su cabeza, que los hacÃa nobles o no. Obvio que tanto amor debÃa tener una razón: también amaba las cuadreras que -es seguro- más de una vez lo habrÃan dejado sin un peso.
En las épocas de las juntadas de maÃz se le habÃa asignado la responsabilidad de preparar el fuego y encargarse del asado del mediodÃa, para lo cual abandonaba el rastrojo un buen rato antes que el sol cayera de plano, débil, porque era invierno, sobre la hilera de los sauces que fungÃan de acompañantes del camino que llegaba a la chacra desde un camino interior, conducto obligado hasta la tranquera hacia el camino real que conducÃa a nuestro pueblo hacia el oeste y en sentido contrario hacia otros. Yo era ayudante en esa tarea. Un buen rato antes, munido de un pequeño canasto acarreaba marlos desde la troja donde se almacenaban como excelente combustible para las cocinas económicas y en especial para los asados. Dicen los entendidos, entre los cuales cuento a mi padre, que le daba un gusto muy rico, muy especial a la carne.
Al clarear, cuando ya los juntadores y las juntadoras iban hacia el rastrojo que los esperaba con esas heladas pampas, con las chalas que cortaban las manos como navajas, con los yuyales que mojaban como un rÃo, las traicioneras espinas del chamico, la sorpresa del tapiquà con su lluvia, la chinchilla que se mete en la carne. Yo sabÃa que todo eso los esperaba. HacÃa allà también iban mis padres y por todos ellos yo sentÃa una gran pena.
Antes de enfilar hacia el trabajo, con un grupo de bolsas vacÃas sobre uno de los hombros, el hombre calvo a quien todo el mundo conocÃa como Nando me llamaba aparte y me recomendaba, como a un adulto.
-Compañerito, téngame listos los marlos.
-Si compañero Nando, respondÃa yo, un poco orgulloso de mi misión.
Cuando el sol estaba llegando bajo esa hilera de sauces nuevos yo ya tenÃa media docena de canastos volcados al lado de una carretilla dada vuelta.
Cerca de las casitas de los perros que estaban atados con una gran cadena, un ovejero alemán que respondÃa al nombre de Capitán y otro negro, inmenso con feroces ojos detrás de unas ojeras de pelo amarillo, cuya raza olvidé, pero se llamaba León, se ponÃa un largo tablón apoyados sobre unos arados en desuso, unas sillas alrededor y la sombra propicia de unos sauces muy viejos era todo el escenario donde almorzarÃa la gente que venÃa de la juntada.
Aunque yo estuviera distraÃdo, jugando tal vez con los cuzcos que libremente corrÃan bajo los árboles, yo sabÃa que Nando se acercaba porque siempre andaba silbando y tenÃa una manera particular de hacerlo, algo identificatorio dirÃamos. También tenÃa una rara habilidad para encender el fuego y que no se por qué no se apagaba.
A veces faltaban marlos y me pedÃa "una corridita hasta la troja, vos que sos livianito", me pedÃa. PonÃa la carne con la devoción y la justeza de un cientÃfico y cuando ya la sangre goteaba sobre las brasas, venÃa la pregunta o el pedido de rigor.
-Nando, habláme de caballos.
Y él, con un entusiasmo estudiado, metÃa una mano en el bolsillo de su bombacha bataraza, sacaba una tabaquera y papel para armar un cigarrillo. Lo hacÃa con mucha parsimonia, con el suspenso que él sabÃa --como buen narrador oral- dosificar y no sin antes echar una bocanada de humo en el aire brillante bajo el sol que caÃa en la llanura comenzaba su relato.
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