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Lunes, 19 de junio de 2006
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Investigación en el Hogar de Tránsito

Por Sonia Catela
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En la capillita del Hogar de Tránsito los santos hacen de santos con su mirada destilada en mármol y manos de perpetuas promesas, y sin embargo, cuánto más terrenales que la directora, la licenciada Nora Bravo, dechado de amabilidades auténticas como diamantes de vidrio.

Les enseña la capillita, en primer lugar. Lamenta no contar con personal eclesiástico, la colaboración de monjitas levanta la moral, pero cada vez hay más ancianos abandonados y menos doncellas con vocación de casarse con Dios. La hermosa capillita, donde los nonos, aunque no entiendan mayormente, reciben sosiego diurno (llama "nonos" a los "abuelos" por su genealogía italiana, la que atestiguan los flagrantes lentes de contacto celestes sobre su piel criollísima) la licenciada destaca los estucos, la consagración de las almas que circulan por allí a la virgen del Carmen, la médula de unción, el huevo de afecto creciendo y transformando esto en un hogar, a esto, que si dependiera de los familiares se reduciría a depósito donde dejar el "problema" hasta que el problema devenga cadáver y ni aun entonces, ya que el entierro corre por cuenta del Hogar y quienes lloran en el velatorio, también, así como la presencia de alguna corona, de plástico, para que dure. ¿Verlos? ¿ahora? ¿a los nonos? pero si recién nos estamos instalando, la mudanza por la inundación del otro local se ha hecho tres días atrás, "¿lo mismo quiere pasar a los dormitorios, intendente? ¿lo mismo? si es su voluntad..." la licenciada ignora la denuncia que pesa sobre ella; que ignore que la acusan de muertes irregulares, desapariciones, viejos ahogados; que siga ignorando, por eso el intendente viene en persona, para que no le pasen gato por liebre ...olor a sábanas herrumbradas por orines perpetuos, gobelinos tejidos en excrementos: gente, mobiliario y vajilla tejidos en ese material fresco y caduco, que de todas las layas se relevan en el depósito de cuerpos. Enfrentan la peste llevándose pañuelos a la boca, tapándose la nariz, bajo esa luz escasa, piadosa

Lapalma hace tripas corazón y cuenta los cuerpos que jadean, respiran dificultosamente, ululan o mean. Porque aunque sucios y bañados en mierda, los viejos están, cuente, eran 22, bueno, le ofrecemos 23, firme el recibo, contraentrega tanto recibimos tantos bultos a su disposición, más uno de yapa.

Cuando el intendente cuestiona la falta de limpieza, la ignominia, las babas y las laceraciones, eso es un moretón, y ése, un cintazo, éstas, escaras podridas y aquéllos, gusanos en la úlcera de la pierna, la licenciada Bravo, habituada al rigor que se emite de ella hacia abajo sin camino de vuelta, pierde el parlamento. Entonces Lapalma pide el teléfono y la instrucción del sumario por negligencia y maltrato; del otro lado replican que se ocuparán.

Pero los ancianos, o esa sustancia residual en la que han devenido, están.

Todos.

II. El denunciante.

A Sebastiano García no se le frunce ningún fragmento de su epidermis bajo la inquisición de Lapalma. Chupa mates hasta que la pava no da más.

Se mantiene en lo que dijo, no va andar por la costa inventando pavadas. Dos enfermeros andaban con el agua al pecho, pescando cadáveres. Otros dos los apilaban en camillas y los tiraban en el buche de una ambulancia. Después, los cuatro se amontonaron en la cabina y partieron. "Veamos el asilo" propone Lapalma. Hay que examinar el hospicio abandonado por la inundación, y los viejos ¿trasladados? muertos según García. El pescador zigzaguea, descalzo, y se mete diestramente en la canoa; derivan un par de cientos de metros contra corriente. García mudo. Corta su ensimismamiento un cascarón rosado: el asilo. Bajan, entran en la casona en la que el agua traspasa un poco los zócalos. En 20 centímetros no se ahoga ni un viejo idiota. Pensamiento que enlaza a pescador, intendente, secretaria. "Su historia, García, carece de asidero, según se ve". "Si usted lo dice".

Y puntea: "usted dirá". Fuma con el ceño fruncido, protegiendo con habilidad el cigarrillo para que no lo licúe la lluvia. Sólo se comunica con el otro hombre: la secretaria no cuenta en ese diálogo de machos.

"Volvamos al auto" decide el intendente. Bajo el aguacero se mojan sin remedio; los paraguas han quedado en el baúl del vehículo.

Hay un río sacudido, no muy seguro. Pero el pescador sabe moverse.

Cuando García echa el ancla, se aferra a una canoa roja, la acerca. Salta a ella, recoge y tensa una soga caída a pique en el río; la atrae oponiendo fuertes movimientos de palanca. Lapalma y la secretaria esperan alguna palabra aclaratoria, o que los acerque a piso firme para buscar refugio, pero García alza con los dos brazos el peso de una bolsa de polietileno que transparenta el cadáver de un hombre, semicalvo, con apenas un penacho de mechas blancas, y puntea: "éste se les escapó a los enfermeros". Uno de los ojos del muerto abre un espacio celeste, una estrella muerta. Lapalma frunce la boca "bárbaro", musita. "¿Qué hace aquí con este prójimo?". "Lo que usted diga". Mastica la colilla del cigarrillo y como no recibe indicación, arroja nuevamente el cadáver al río, y a ellos los despacha: "Ahora lo sabe". Entrecierra los ojos y enciende un nuevo cigarrillo. De su paquete.

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