SabÃa, por mera intuición, que viajar no cambia la existencia del viajero absolutamente para nada. Sin embargo, en aquella ocasión, viajó como quien cumple una obligación pero abriga al mismo tiempo alguna secreta esperanza. Mientras se preparaba para el vuelo, en una librerÃa de Ezeiza compró una guÃa de Londres. Se habÃa negado a proyectar itinerarios con anticipación, mientras su padre -entrometido y sobreprotector- le preparaba el equipaje atiborrado de ropa de invierno y de accesorios inverosÃmiles en el Litoral, adonde vivÃan: guantes térmicos y calzoncillos largos que seguramente nunca llegarÃa a usar en su nuevo destino. Su padre actuaba como lo hubiese hecho la madre ausente, tratándolo como a un niño.
El no conocÃa Europa y nunca habÃa viajado solo, pero habÃa cumplido hacÃa poco la mayorÃa de edad, lo que le permitÃa viajar impelido por el deseo de su padre pero sin su autorización expresa en los papeles. Su tÃo lo esperarÃa en el aeropuerto y desde allà viajarÃan en tren hasta el departamento en donde vivÃa, en un edificio cercano a la catedral de Saint Paul, que a esa altura era para el viajero reciente solo un nombre en las páginas de la guÃa recién comprada. Eso era lo que su padre y el hermano de su padre habÃan planeado para el momento de la llegada.
El tÃo (un personaje peculiar, como todos en la familia) le habÃa pedido que le llevara alfajores santafesinos y habÃa agregado a las curiosidades locales que se añoran en el exilio un palo de lluvia. "Traélo", dijo por teléfono. "¿El palo? -preguntó él-. ¿Que me lo lleve en la valija, decÃs". Al palo de lluvia lo habÃa comprado el tÃo durante un viaje a la Argentina para visitar a amigos y parientes; aquello habÃa ocurrido hacÃa unos años, en las sierras de Córdoba, y desde entonces envejecÃa apoyado contra una de las columnas de la sala de la casa familiar. Preparado para el clima seco de sus orÃgenes, el palo mostraba un comportamiento fuera de lo común en lo que habÃa sido su nueva vida en el Litoral: se dilataba por la humedad y sonaba solo, como una castañuela o la voz ronca de un sapo en el medio de la noche. La familia tardó en descubrir que era el palo el que emitÃa ese sonido poco común en un rincón oculto de la casa, en aquellas horas de la madrugada en las que los ruidos más tenues -un ladrido lejano, el gotear de una canilla- se amplifican para atemorizar a los insomnes (y en aquella familia, el insomnio era una herencia difÃcil de dilapidar).
El viajero reciente dudó: el palo no ocupaba mucho espacio, podÃa colocarse atravesado en la valija, pero hacÃa ruido. Finalmente, lo envolvió con cuidado entre los calzoncillos largos. Fue su única participación en la preparación del equipaje, ante la mirada asombrada del padre: "¿Te vas a llevar el palo? No seas ridÃculo". "El tÃo me lo pidió", alcanzó a decirle. El padre lo miró con preocupación, pensó que imaginaba que en el aeropuerto podÃan desarmar el palo creyendo que las semillas eran no sé qué rareza prohibida y sudamericana. Pero a él esa posibilidad no le importaba. El tÃo era asÃ, hacÃa esas cosas, y en la familia lo consentÃan a pesar de su edad (el padre siempre habÃa representado el hacer responsable, el sentido común, se habÃa quedado en su paÃs y en su ciudad para cuidar al abuelo y ocuparse del negocio común; su hermano, en cambio, habÃa escapado hacia Londres sin detenerse un segundo siquiera para mirar atrás). En esa familia habÃa, además, otras particularidades: las mujeres eran siempre las primeras que morÃan, contrariando las estadÃsticas sobre longevidad femenina que publican las revistas.
"En Londres es invierno y no hay mosquitos", habÃa sido el mensaje de la primera postal enviada por el tÃo para invitar al joven sobrino a conocer Europa. El tÃo se negaba al e-mail y ya tampoco sentÃa deseos de escribir cartas largas; como los telegramas habÃan caÃdo en desuso, preferÃa garabatear alguna frase en postales estereotipadas: el sobrino recibió una sucesión de imágenes de los leones de Trafalgar Square y del Big Ben en la noche iluminada que instaban a visitar al hermano de su padre. La familia tenÃa un lejano parentesco con los Urondo, y el padre y el tÃo recordaban que, siendo niños, habÃan conocido durante unas vacaciones a Francisco, el poeta, en el pueblo de Sauce Viejo, sobre el rÃo Coronda, en donde en ese entonces tenÃan una quinta, ahora abandonada. "Sólo el zumbido de los mosquitos planeando sobre nuestra inquietud", decÃan unos versos de Paco referidos a aquel lugar y a aquella época. El padre, que habÃa leÃdo la postal, consideró que la valija estarÃa lista para ser cerrada sólo cuando acomodase entre la ropa de invierno -quizás se tratara de honrar asà la memoria sobre los frÃos europeos de los antepasados inmigrantes- un libro de poemas de Paco Urondo con aquellos versos sobre los mosquitos subrayados en azul. Asà lo hizo, y aquella fue la despedida.
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