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Miércoles, 25 de septiembre de 2013
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Red Cap Polonio

Por Eugenio Previgliano
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Llegan desde hace un rato hasta mí unos ecos, como si hubiera un grupo de mujeres que ríen, en la planta alta, a unos ochenta metros de donde estoy. Quizás se trate de un momento humorístico en una clase: sé que ahí arriba hay varias aulas donde se estudian idiomas extranjeros, las veo a veces pasar, a las alumnas, caminando en la penumbra del pasaje, pisando los gastados mosaicos venecianos. En su mirada, sin embargo, no llevan estas mujeres la visión soñadora del Viajero Hipnotizado: cuando las cruzo las miro a los ojos pero no encuentro en su mirada una sonrisa, un gesto de ansiedad, una incontenible voluntad por el viaje, una curiosidad insaciable ni una inquietud incontenible que siempre las fuerce a preguntarse algo distinto. ¿Y si vinieran de más allá?, ¿Y si hubieran hecho un viaje cósmico, intergaláctico, desde otro planeta azul donde dejaron a sus hijos adolescentes para venir a reírse acá, a los altos del pasaje Pan simulando una clase de idiomas que nunca jamás existió ni existirá?

El viento de la noche canta y gira acá en el invierno del pasaje Pan: trae -﷓de a ráfagas intermitentes-﷓ como una lluvia de sonrisas y gestos sugeridos que yo oigo con el oído bueno sentado cómodamente en mi lujoso despacho. Eso -﷓me digo-﷓ es lo que ocurre: resulta que el viaje es tan largo que te exprime todo lo que el verdadero viajero ansía y sólo deja en esta gente de galaxias desconocidas una mirada zombie extraterrestre que le da apariencia de persona simple caminando preocupada por no llegar tarde pero la profesora no, eso no pasa.

La profesora es una mujer pelirroja que lleva casi siempre consigo una sonrisa con trinos y tintineos y no escatima esfuerzos, recursos ni trucos para soltarla a andar, y no es para menos, porque siempre está apurada, caminando con unos pasos suaves, leves y lentos que recuerdan la quietud enorme de las estrellas mas distantes, esas a las que se las llama "fijas", en razón de que recorren tanta distancia en tan poco tiempo y tan lejos del Pasaje Pan que ni siquiera vale la pena pensar en su movimiento.

Así camina la profesora pelirroja, pero su piel huele como el mar. Un día me dijo que tenía nietos y yo quise creerle y pensar en sus nietos pero cada vez que la miraba sólo conseguía ver una niña de tal vez seis o siete años, recitando en un idioma extranjero su parte de la letra. Vanamente esperé mi pie, "soy profesora de portugués", fue lo único que dijo, y a mí se me arremolinó el alma de sólo pensar que esta mujer niñita, que no se levanta una cuarta del suelo, pudiera ser tan descarada como para mentirme con tanta suavidad, sabiendo que yo sé, me consta y lo he visto, que ella sólo recorre el pasaje con esos pasos acompasados para en un momento, cuando sea oportuno, pronunciar con una levedad obtusa y esa voz de peluche que yo sé que puede instalar con delicadeza donde ella misma quiera, la palabra justa que a mí me hará contestarle esa letra que hemos ensayado hasta el hartazgo cuando ya era abuela, pequeña, tierna, pelirroja y que a ese niño que también soy yo lo emocionaba cuando llegaba la parte donde había que contestarle, con esa piel pecosa, esa sonrisa de abuela, de niña, de adolescente sensual, carnal, tentadora y criada en un barrio del sur.

Pero me distraen otra vez las risas: vienen como una brisa distante a desenfocarme del recuerdo de la bella profesora niña. Como es pequeña, menuda y suave, me la imagino saltando con el faro de fondo, los brazos extendidos, en cruz, las piernas encogidas, en el aire y con todos los cabellos colorados mecidos en partes iguales por el movimiento y por el viento que sopla desde el faro del Cap Polonio, pero ella, imbuida como está en ese instante de ingravidez del espíritu del viento, consigue, de un solo pestañear de pestañas coloradas, que todas las focas del Polonio se suspendan un instante en el viento y a lo lejos los tiburones desanden sus pasos pensando que las crías de los lobos, los lobeznos de mar, untuosos como son, descansarán ahí para toda la eternidad capturando peces tras la luz del faro en una parte curva y alabeada del horizonte que siempre le es esquiva al haz de luz que viene desde el faro del Polonio y que deja a la señora profesora, para todas las eternidades que dure el viaje zombie intergaláctico, suspendida en el eterno instante en que ella está justo a punto de empezar a pronunciar la palabra que da pie a mi acción, pronunciada para mí, niño de seis, siete años que espera mirándole fascinado las cejas pelirrojas, para pasar al acto en cuanto ella lo diga.

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