Justo en el recodo en que el camino se ensanchaba hacia el campo, vimos junto al yuyal que disimulaba su pelaje, un pequeño cachorro de cuis, herido. Por más que lo cuidamos y que pusimos todo nuestro esfuerzo de pequeños samaritanos, el pobre animalito murió. Y hubo que enterrarlo. Lo pusimos en una caja de zapatos que nos proveyó nuestra madre, y la atamos con un piolÃn para que la tierra no ensuciara ese cuerpecito que no llegó a crecer. Cavamos luego un pozo con un cuchillo grande y oxidado justo en el medio de las tres plantas de granada que estaban frente a la cocina.
En nuestras habituales incursiones hacia los campos vecinos no era raro que volviéramos con algún animalito pequeño (porque siempre son los más indefensos) que nos servÃa de mascota, hasta que en un momento de descuido, buscaran la libertad que le habÃamos quitado y huyeran en su busca.
Con los teros nos iba mejor, porque los recogÃamos muy pichones, cuando aún no volaban y se les podÃa dar de comer carne cruda o pan mojado con leche y cuando crecÃan un poco ya se arreglaban con las lombrices y los bichitos de la quinta.
Me parece verlos: la cabecita pequeña, con sus rojos ojitos vivaces y la colita en la nuca de una breve cerdilla, el pecho blanco y las alas grises desvaÃdas e incoloras al principio, lustrosas en la adultez, inclinar esa cabecita breve como a la escucha del paso subterráneo de una lombriz que de improviso "pescaban" de un certero picotazo. Yo observaba esa operación con fascinación renovada una y otra vez.
Mi padre, apenas crecÃan, les cortaba algunas plumas del final de sus alas y ya no podÃan volar. Los amaba porque decÃa que eran muy guardianes, "muy centinelas" era su expresión. Apenas ladraba el perro, ellos gritaban y si venÃa un extraño a golpear las manos en la vereda y el can no se percataba, ellos daban el alerta y allà salÃa el ladrido. Era una perfecta sincronización de ruidos animales, coordinados no sé por quién. Aunque les parezca increÃble, no sucedÃa nunca con nosotros y yo me hacÃa la ilusión que era porque nos reconocÃan.
En casa tuvimos varios durante toda mi infancia, algunas veces si encontraban de casualidad la puertita de tejido abierta que daba a la calle, aprovechaban la oportunidad para huir, salvo uno de ellos que tuvimos muchos años a quien mi madre habÃa bautizado "Pepito", que entraba descaradamente hasta la cocina, "como Pancho por su casa" como ella siempre repetÃa y se instalaba allà y no se iba hasta que alguien le tiraba un poco de carne picada. Y cuando mi madre golpeaba el cuchillo contra la tabla venÃa corriendo aunque estuviera en las más lejanas estribaciones del terreno. A veces ella sólo picaba ajo y perejil y el pobre "Pepito" se iba defraudado y cabizbajo, como un niño decepcionado, a buscar mejores vientos para su alimentación. Y no era raro que pescara una buena isoca, gorda, blanca, si mi padre estaba punteando la quinta, otro de sus manjares.
Cuando la familia Correa se mudó a Buenos Aires, Miguel, mi amigo y compañero de primaria , el menor de todos los hermanos, me regaló una gaviota blanca, traÃda del cañadón de Compañy. Era muy voraz y se pasaba todo el dÃa comiendo y también venÃa al golpe del cuchillo sobre la tabla para robarle la comida al pobre "Pepito" que no lograba hacer respetar su antigüedad en la casa. En poco tiempo lo aventajó en confianza. "Potota" asà se llamaba era muy blanca, con el pico muy rojo y una estrÃa de plumas marrones en la cabeza, un dÃa encontró la puertita abierta de la calle y no desaprovechó la oportunidad . La buscamos largo rato con el "Toto" MÃguez, pero no dimos con ella. HabrÃa vuelto a su habitat de juncos y aguas barrosas, para ser más feliz allà entre sus numerosas congéneres.
En una ocasión mi padre trajo un pequeño búho de los galpones donde la Cooperativa AgrÃcola almacenaba cereal. Era un pichón y tenÃa los ojos inmensos, desproporcionados con el resto del cuerpo; durante un dÃa lo tuve encerrado en un cajón con un pedazo de tejido como tapa, para darle oportunidad de respirar. Mantuvo los ojos cerrados, es decir durmió mientras duró la luz natural, y a medianoche, huyó.
Ante mi decepción por la pérdida temprana de mi mascota (que serÃa única, porque nunca más ninguno de nosotros tuvo un búho en su casa) mi padre me explicó que era un ave eminentemente nocturna y que era muy útil al hombre ya que comÃa todo ratón que se le cruzara. A mà no me importaron sus razones "de adulto", yo ya lo habÃa adoptado y hasta bautizado con el nombre de "Juan", pero duró poco. Algunos de mis amigos ni siquiera lo vieron. Pero el inefable "Toto" MÃguez, daba fe que yo no mentÃa, porque apenas mi padre me lo trajo, le silbé vivÃamos tejido de por medio y él presuroso lo saltó y vino a admirar "mi" buhito.
Aunque mi padre prometió traerme otro a la primera oportunidad, nunca cumplió. Yo me consolé porque en ese tiempo temprano, uno cambia de intereses con facilidad.
Y tal vez lo olvidé porque habré intuido que nunca llegarÃa a ser amigo mÃo, no digo como "Cacho", mi perro, que me seguÃa a todos lados, siquiera como el interesado "Pepito"; pero no, algo me decÃa que un bicho con semejantes ojos inmensos, que parecÃan espiarlo todo, con esa cabeza inmutable, con el tiempo tendrÃa algo de pesadilla, algo siniestro, aunque yo en ese tiempo no sabÃa el significado de esa palabra.
Con el tiempo lo aprenderÃa, con creces, pero eso ya es "harina de otro costal" como gustaba repetir Roberto Arlt.
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