"El trueno cae y se queda entre las hojas.
Los animales comen las hojas y se ponen violentos.
Los hombres comen los animales y se ponen violentos.
La tierra se come a los hombres y empieza a rugir como el trueno".
Augusto Roa Bastos, El Trueno entre las Hojas.
El sábado a la tarde cuando entramos a la matinée vimos el afiche en vivos colores. Sobre la pared que daba a la calle, a cierta altura lo vimos. Y entonces todos nos quedamos un rato largo mirándolo, sin interrupciones, antes de sentarnos a esperar que dieran los tres episodios de El Llanero Solitario. La verdad es que no podÃamos sacar la vista de él. Aún después, bajo el crepúsculo de luz que reflejaba la pantalla, la imagen opacada del afiche nos convocaba a intervalos casi regulares.
Se veÃa a una mujer en primer plano a la derecha. El resto estaba borroneado o descolorido. O quizás mi memoria, esa bruma caprichosamente acumulada, me impida descifrar algo más que lo categórico que contenÃa ese rectángulo de incitación. La mujer se mostraba en una situación provocativa y con el escote demasiado sincero. También insinuaba en exceso la raya interior que le formaban los senos y que se perdÃa en el centro de su cuerpo, en algún ignorado lugar que intuÃamos definitivo. Faltaba una semana para que dieran la pelÃcula.
Ese sábado del descubrimiento, a la noche, dieron una de Alan Ladd en technicolor. Las sillas se terminaron y varios se quedaron en el fondo mirando de parados. Los chicos después supimos que la mayorÃa no fue a ver al hombre del jopo rubio que mataba indios. Necesitaban saber si era cierto que habÃa llegado el afiche de El Trueno entre las Hojas, y que el sábado siguiente darÃan la pelÃcula.
En la misa de once del domingo el Padre GeremÃa se refirió largamente al pecado de mirar, y habló sin nombrarlos de los dueños del cine Unión y del concesionario del Club. Mi vieja lo comentó en el almuerzo familiar. La tÃa Blanca dijo que el Padre tenÃa razón, es un escándalo que Farnetti pase esa cinta con esa mujer desnuda, dijo ¿Será cierto que se ve tanto?, preguntó mi tÃo. ¿Ustedes terminaron de comer?, nos dijo mi viejo a los chicos. Pueden ir a la calle nomás. Qué raro, pensé, hoy no hay siesta.
La llegada al pueblo de la pelÃcula fue el tema de toda la semana. El Petiso Giardello la vio en Rosario, le decÃa mi viejo a mi tÃo en el escritorio el lunes siguiente. Yo estaba haciendo los deberes en mi pieza y me habÃa levantado para escuchar lo que hablaban. Se le ve todo, se baña desnuda en el rÃo, completó. Desnuda no puede ser, dijo mi tÃo, tendrá una malla del color de la piel.
El martes en la escuela, mientras la señorita Elvira explicaba lo de la batalla de San Lorenzo, el Hormiga me pasó un papelito: Isabel Sarli, decÃa. A mà se me habÃa borrado el nombre. O no me habÃa fijado bien qué decÃa el afiche. En el recreo le contamos al Cachi lo que vimos en la matinée, a él la madre no lo habÃa dejado ir. ¿Tanta teta tiene?, dijo el Cachi. No te imaginás, dijo el Hormiga, asÃ, dijo, y se puso las manos sobre el pecho intentando que sus dedos, formando dos garras, crecieran de golpe.
El miércoles en el almuerzo mi viejo preguntó, ¿al final vamos a ir al cine el sábado? Mi vieja me miró y dijo, vos empezá ya con los deberes que después te agarra la noche y el pescado sin vender. Ella tenÃa una serie de refranes, como ése del pescado que yo no entendÃa, que los largaba en los momentos menos pensados. Y también en los demasiado pensados. Entonces preferà levantarme e irme a la pieza. Después salà por la ventana y me fui al Club a ver jugar a las cartas. Me senté detrás de la silla de don Pedro Arcauz. Me aburrÃa, asà que desde allà me puse a observar las mesas vecinas. Me llamó la atención que el mismo gesto que habÃa hecho el Hormiga, las manos agarrotadas sobre el pecho, se repetÃa, a intervalos, en casi todas las mesas. El Enry Abatedaga estaba en una mesa contigua a la que yo estaba mirando. Yo lo tenÃa de frente. Josecito Giuliani anda preguntando en secreto si alguien tiene las llaves del cine, dijo el Enry. Se debe querer robar el afiche, le contestó el Gordo Camozzi entre las risotadas del resto. Al final me cansé de aburrirme y fui a buscar a los chicos para jugar. Antes de salir y cerrar la puerta escuché que alguien dijo, el sábado va a haber que venir a las cinco de la tarde para encontrar lugar.
¿Sabés lo que me dijo el Bubi Piñal?, dijo mi viejo. Que el Padre GeremÃa se va a presentar en la estación el sábado cuando llegue el tren y va a confiscar la pelÃcula. Eso lo dijo el jueves a la noche. SÃ, tiene que haber sido el jueves porque mi vieja escuchaba en la radio a Lolita Torres mientras tejÃa. Mi viejo leÃa La Nación cuando lo dijo, sin levantar la cabeza del diario. Yo estaba con los deberes, seguramente con las cuentas, mi punto flaco de siempre. Lo bien que harÃa el Padre, murmuró mi vieja después de dejar pasar un rato, como si hubiera intentado hablar de otra cosa. Y recién allà fue que él sacó los lentes del diario y la miró. No dijo nada. Me pareció que iba a hablar, pero al final desvió la mirada hacia mà y dijo, ¿A vos te falta mucho?, siempre haciendo los deberes a esta hora, cuándo será el dÃa que te vayas a dormir temprano. Yo habÃa suspendido las cuentas una vez más, llevaba un rato imaginando al cura saliendo a zancadas de la estación, la sotana al viento, abrazado a la pelÃcula.
Y llegó el gran dÃa. El siguiente sábado a la tarde en la matinée volvimos a ver el afiche. TodavÃa estaba allÃ, sobre la pared que daba a la calle. ParecÃa algo arrugado, algo roto en los bordes, en las puntas, pero ella todavÃa nos convocaba, todavÃa nos miraba desde ese lugar inalcanzable. Antes de entrar al cine, yo habÃa tenido que volver a mi casa, me habÃa olvidado las figuritas. Mis viejos tomaban mate y hablaban, los escuché antes de entrar. Vamos a tener que ir temprano, se va a llenar, decÃa él, le podrÃamos decir a Roberto y Elsa que nos guarden lugar. SÃ, dijo mi vieja antes de que yo entrara, parece que vamos a estar todos.
A la noche tuvieron que traer sillas desde el bar y desde el comedor del Club. Dos horas antes el Bubi Piñal y la Celestina, previsores, hacÃan la cola con sus reposeras debajo del brazo. HabÃa otros con sillas o sillones plegables. Con los chicos pasamos de largo, salimos al patio del Club y nos sumergimos en la negrura de la cancha de paleta. Cuando apagaron las luces y empezaron los Sucesos Argentinos, con mi primo, el Hormiga y el Cachi salimos por la puertita de alambre, cruzamos la cancha de básquet en puntas de pie y casi nos arrastramos hasta la pared del cine. En el hermetismo de la noche empezamos a revisar las puertas y ventanas para buscar una hendija. Al final encontramos una. Pero tuvimos que ver la pelÃcula de a pedazos, a cada rato salÃa alguien al patio para ir al baño. No entendimos mucho, en un momento la mujer del afiche parecÃa que se querÃa bañar desnuda pero al final se arrepintió. Apenas alcanzó a sacarse alguna ropa cuando ya se estaba vistiendo de nuevo. Adentro muchos gritaban. Otros se reÃan.
Cuando mis viejos volvieron del cine, yo ya habÃa salido corriendo del patio del Club y estaba acostado. Ni bien entraron, mi viejo dijo, tanto lÃo para esto, al final, una porquerÃa. ¿Qué pensaste?, dijo mi vieja, lo que vos querÃas ver no lo pudieron ver ni en Buenos Aires. Lo que pasa es que se habló tanto, dijo él. Se habló tanto, lo interrumpió ella, hablaron tanto y no vieron nada, yo lo único que sé es que Armando Bo es muy bueno mozo. No vimos mucho pero igual se nota que ella..., dijo él. El resto de la frase no alcancé a escucharla porque bajó la voz. Después cerraron la puerta del dormitorio.
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