Ella solÃa escaparse de su rutina a base de recuerdos. El podÃa hacerla enojar usando sólo tres palabras. Mientras lavaba ollas o baldeaba el patio, era común escuchar decir a mi madre "¿qué será de don Pablo, tanto tiempo que no viene por acá..." Mi padre primero me miraba, luego me guiñaba un ojo y por último disparaba un "se habrá muerto". "Siempre lo mismo vos, por qué se va a morir porque vos lo digas, esa maldita costumbre que tenés, la de llamar a la muerte", contestaba la vÃctima de la broma. Los dos reÃamos en silencio. Mi viejo se cayó del alma una tarde en la que yo volvÃa de catequesis. Por la noche muchos de los recordados por mi madre me dieron un beso en el velatorio. En las clases sobre religión católica que dictaba doña Yolanda, una señora que sufrÃa de enanismo y cuya apariencia severa quizás era una máscara ante el miedo a la burla, habÃa escuchado que en alguna ocasión un mortal habÃa resucitado. No dudé en preguntarle si se podÃa hacer algo por mi papá. Pude ver como sus ojos se derretÃan en lágrimas nÃtidamente, era al único adulto con el que cruzaba la mirada sin tener que levantar mi cabeza. Me consiguió una audiencia con el padre David, quien me atendió en su habitáculo de madera maciza. Me dijo que no faltaba mucho tiempo para que nos vinieran a buscar a todos, vivos y muertos para llevarnos a una vida mejor, en donde no existÃa la muerte. Pero, ¿cuánto era mucho tiempo? Para mà mucho tiempo era lo que faltaba para mi próximo cumpleaños. Hasta ese dÃa lo esperé como regalo, pero no llegó. Me volvà rebelde, peleador, contestador y no conocÃa otro camino que el de la pelea para solucionar una disputa. Quejas de vecinos y maestras golpeaban la puerta de mi casa seguida. ExistÃa un lugar en el que encontraba el sosiego, la biblioteca de mi escuela. Entré alguna vez buscando datos en la enciclopedia Monitor, terminé hallando un mundo entero en el cual perderme. La bibliotecaria, si bien usaba guardapolvos, era distinta a las otras maestras. Hablaba pausado, sin gritar y en plural. "¿Qué vamos a leer, hoy?", decÃa antes de recomendarme algún clásico. El dÃa que le llegaron comentarios sobre mi conducta, única causa que me alejaba de la bandera, me esperó en la puerta de su mundo de palabras escritas. Me llevó a caminar por el patio, nos sentamos en un banco muy cercano a la campana, me miró a los ojos y me dijo las palabras más dulces e inteligentes que escuché en mi vida y que fueron en gran parte las que marcaron un camino. "Nadie tiene la culpa de lo que le pasó. El odio sólo enceguece. Guarde todos los recuerdos lindos que tiene de él, porque se les pueden borrar. Cuando más lo necesite siempre va a estar junto a usted". Hoy convivo con imágenes de un padre más joven que yo. Voy por la vida tratando de no repetir su historia. Comprendà la ira de mi madre ante la mentira. Nadie se muere del todo mientras haya alguien que lo recuerde. Supe que aquellos clásicos que leÃa de pibe, sus autores según los diccionarios estaban todos muertos aunque sus obras lo desmentÃa en cada lectura. Dostoievski, Cortázar, Atahualpa, Lennon, Vivaldi, Beethoven, ¿murieron? ¿Están en el pasado o en el futuro de los que todavÃa no los disfrutaron? Los sentires de amores perdidos, ¿están muertos o viven en nosotros cada vez que los convocamos para que nos acompañen a caminar bajo la luna? ¿Se puede hablar en singular o tenÃa razón mi bibliotecaria? ¿Somos en realidad uno, o somos millones de anónimos en cada uno? Las certezas nadan como siempre en el medio de un mar de dudas, pero hace tiempo que voy flotando en una. Mi padre nunca murió del todo.
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