Los primeros en aparecer fueron los galgos. Estaban más demacrados que de costumbre, pero con un dejo de nitidez cierta en las miradas. La mirada más nÃtida después de la guerra, de la que nunca volvieron, los antiguos gatos perdidos, errabundos, en las dimensiones infinitas.
Las miradas. Como un dejo del aceite hirviendo que les habÃamos tirado a los ingleses para que no nos invadieran, o más bien, para que no se quedaran en Buenos Aires, hace tantos años ha.
Las miradas paupérrimas, frÃas, rojas del odio, cual si los asesinatos de la guerra hubieran sido necesarios para espantar tanto rencor, tanta pestilencia, tanto encono a muerte organizada.
Fueron avanzando en recorridos elÃpticos, peligrosos...
Cada vez, se nos iban acercando más...
Los siguientes en aparecer fueron los mastines... Esbeltos y ágiles, rápidos y como de cacerÃa continua... TenÃan ese dejo en las miradas, también, de ira desatada y cierta... Ese rojo de las pupilas que denunciaba odio, muerte y rencor...
Todos eran azules...No sé en qué momento ni por qué contubernio del Destino se habÃan empezado a teñir de ese color, manteniendo, a pesar de todo, las manchas y los cambios en los tonos del pelaje, pero siempre en la gama de los colores azules...
Quizás fue la guerra, la maldita guerra... Como siempre... La maldita guerra a la que los habÃan obligado a ir a pelear, junto con sus dueños, luchando por los imposibles geopolÃticos en los que los gobiernos de distintos paÃses mandaban a matar...
En los frentes de batalla habÃan aprendido a esquivar las balas, los cañonazos, los fogonazos y estruendos de los misiles... Quizás de allà venia su problema de sordera... Aparte de azules, habÃan vuelto sordos de la guerra...
De una guerra estúpida y cruel colmada y enclavada en los sinsentidos de la historia del paÃs, de este paÃs en particular pero de muchos otros paÃses también...
Sordos y sin dueño, perdidos, errabundos y vigilantes volvieron... Vigilantes de todos los demás humanos que se movÃan... En la guerra aprendieron a sobrevivir al estruendo, los fuegos y los cañonazos, a perder a los dueños de siempre y dejarlos moribundos en la podredumbre cierta de los campos de batalla para poder salvar sus propios cueros...
SÃ, porque eran perros fieles; fieles como todos los perros, pero tampoco habÃan sabido ser tan estúpidos: si la muerte del dueño en la batalla era inminente, ellos huÃan como para poder salvar lo poco que les quedaba de vida, adherida al pelaje sucio, rabioso, que empezaba a tornarse azul, quizá de tanto odio, quizá de tanta pólvora acumulada..
Después llegaron los dobermans y los ovejeros... Los gran daneses... Todos azules... Todos con los ojos rojos del odio, de la muerte y del rencor... Con las pupilas furiosamente rojas... Todos sordos... Todos avanzando hacia nosotros... Avanzando lentamente en recorridos elÃpticos... Como si una voz desde alguna dimensión desconocida les hubiera dado la orden, hace un tiempo atrás, de acecharnos frÃamente, tranquilamente, lentamente... En recorridos elÃpticos...
Cada vez, se nos iban acercando más...
No sé en qué momento nos dimos cuenta de que estábamos rodeados... Sus transitares elÃpticos nos fueron cercando de una vez, cada vez más, paulatinamente, celosamente, cuidadosamente... Caninamente agresivos...
Sin embargo no atacaban...
Nos miraban con odio, con bronca, con rabia propiamente dicha... Nos calculaban desde sus elipses, lentamente, caninamente, cuidadosamente predadores de nosotros mismos...
Ellos habÃan perdido a sus dueños en la guerra... Muchos habÃan sabido morir con ellos, como fieles compañeros y amigos, tanto en las buenas como en las malas... Pero éstos no... Éstos eran los perros que habÃan ido a la guerra con sus dueños y sobrevivieron a la muerte de sus dueños y a la guerra misma... Y volvieron...
Y volvieron para quedarse con nosotros...
Cada vez, se nos iban acercando más...
Al acecho de nuestros cuerpos, de nuestras miradas, de nuestros propios movimientos amedrentados...
Pero no querÃan otros dueños... No querÃan otros dueños, humanos estúpidos, que los enviaran de nuevo, en nombre de la paz, a otra guerra infeliz de humos, olor a carne quemada y podrida, estruendos y pólvora en los cielos y en los suelos.
Tan sólo querÃan acecharnos... Para eso habÃan venido...
Cual predadores ágiles e inteligentes se fueron situando, en sus elipses cada vez más cercanas a nosotros, lo más cerca de nuestros cuerpos que pudieron...
Y entonces entendÃ, que nosotros, en el centro de la jaurÃa, no éramos sino una presa fácil y necesaria de su venganza canina, venganza ancestral y necesaria para los humanos de siempre, que habÃan sabido domesticarlos, familiarizarlos, humanizarlos y enviarlos a morir, tristemente, solamente en los estruendos de la guerra... Junto con sus propios dueños...
Cada vez, se nos iban acercando más...
Y los primeros gruñidos no nos asustaron... lo tomamos como algo, normal, natural dirÃa dadas las condiciones puntuales de la situación... Tampoco nos asustaron las primeras dentelladas con que atacaron nuestros cuerpos... Sà temimos, hasta el fondo del alma, el rojo del odio de sus pupilas y su pelaje azul, tan azul como el cielo de la primavera, tan azul como la planicie ancha e infinita del mar abierto en los dÃas de sol...
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